Papa Francisco I. Argentina y Latinoamérica, fueron las dos palabras que se me vinieron a la mente cuando el miércoles 13 de marzo pasado escuché por las bocinas de la impresionante Plaza de San Pedro del Vaticano el apellido del Cardenal electo para dirigir el destino de la Iglesia Católica: Bergoglio.

Nunca había tenido la oportunidad de vivir este acontecimiento en carne y hueso, y puedo decir que todavía no he terminado de metabolizar lo que he recibido como una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida como hombre y como sacerdote. No puedo decir que las condiciones ambientales me indicaran algo de lo que estaba a punto de ver y escuchar, de lo que estaba a punto de memorizar y de lo que debo dar testimonio.

Desde que nuestro gran Maestro, el Papa Benedicto XVI, de quien tengo un agradable recuerdo y a quien aprendí a amar en el transcurso de los ocho años en los que estuvo al frente de la Iglesia Católica, decidió libre y conscientemente renunciar a guiarnos desde la Catedra de Pedro, comencé a sentir y pensar que Dios estaba dándonos una de las más grandes y hermosas lecciones de la historia del cristianismo. Él lo dejó todo habiéndolo dado todo. Estoy seguro que el concepto que teníamos del Cardenal Ratzinger fue, poco a poco, transformándose en el respeto que nace de un corazón agradecido hacia una persona que buscó enseñarnos con recta intención cuál era el camino de la fe y como debíamos fortalecerla. Tiempos difíciles para una lección trascendental, cuando nadie quiere despegarse de la realidad material y se tiende a lo más superficial para definir y medir la belleza, él nos llamaba a valorar y descubrir la belleza que hemos recibido de Dios y de la Iglesia, la fe. La noticia de su renuncia me hizo amarlo aún más y removió de su puesto hasta los sentimientos egoístas que como humano he sentido: el éxito, el perfeccionismo, la estima, las apariencias, al punto que pude, incluso, experimentar la orfandad y la preocupación de no tener un referente seguro que pudiera guiar los criterios de nuestro camino como Iglesia y como humanidad.

Mi oración personal se dirigía a Dios pidiéndole un Pastor, un referente, un hermano en la fe que fuera capaz de defendernos como lo había hecho Benedicto XVI.

En ese clima interior me dirigí a la Plaza de San Pedro para, en el segundo día del Cónclave, participar de un signo de comunión en medio de los brazos de nuestra Madre, la Iglesia. Mis ojos no dejaban de dirigir la mirada a un punto, en medio del laberinto arquitectónico de la Secretaría de Estado y la Basílica de San Pedro. Ahí se encuentra la Capilla Sixtina y, para la ocasión, una chimenea que dice poco de lo que realmente significa para los que con sentido espiritual esperábamos una buena noticia. Lluvia y frio, una plaza que fue poco a poco llenándose de gente. Estoy seguro que muchos no son católicos, ni de nombre ni de vida, la mayoría no entendían realmente la magnitud de la decisión que estaban en ese momento los Cardenales tomando en medio de las históricas paredes de este monumento. Yo sí lo sabía y no quería dejar pasar la oportunidad desviando mi atención, como en otras ocasiones lo he hecho, de unirme a la oración de miles y miles que alrededor del mundo clamaban al cielo. - Danos un buen pastor – le pedí – no hagas esperar más a tu pueblo que en el fondo necesita de un criterio humano para vivir la fe en Ti. Como niño chantajeaba a Dios diciéndole que estaba ahí para ver salir un nuevo pontífice y que no dedicaría otro día y bajo esas horribles condiciones climáticas para esperar más.

Cuatro horas esperé con la mirada fija en la piedras que forman el pavimento o en la chimenea del Conclave. A mi alrededor oí desde los comentarios más superficiales hasta los más profundos, pasando por algunos hirientes y despiadados en contra de mi fe. No había perdido la esperanza cuando escuché los gritos de la gente emocionada y gozosa porque el humo que salía era realmente blanco. Mis compañeros me gritaban para que respondiera de la misma manera pero ya en mi interior había pasado de esperar la fumata bianca a esperar al Papa elegido.

Muchos signos acompañaron la espera, desde la desaparición casi instantánea de la lluvia y con ella los paraguas, el solemne sonido de las campanas y la iluminación de la Basílica, el sonido triunfal de las marchas de las bandas de la Guardia Suiza y la Gendarmería Vaticana, los ojos llorosos de las personas en mi entorno y la sonrisa de los muchos jóvenes que ese día ondeaban banderas, pancartas, pañuelos, mantas esperando ver el rostro del elegido.

No quería dejar de ver el rostro del nuevo Papa cuando salió por la puerta del balcón central de la Logia de las Bendiciones de la Basílica. Desde que salió supe que algo había sucedido de novedoso en el Conclave y no se limitaba a una simpe designación. Desde que me dijo, mejor dicho nos dijo: buenas noches, hasta que nos mandó a descansar serenos supe que Dios se había manifestado y había escogido a un hombre bueno y sencillo para ocupar el más grande e importante lugar de dirección de la Iglesia. Y este hombre tan importante y rodeado de tantos protocolos, quiere caracterizarse por la humildad y la pobreza, quiere caminar al lado de nosotros, hombres y mujeres que vivimos en el difícil siglo XXI para reivindicar los más altos valores del Evangelio que estamos llamados a vivir y de los que somos parte de una Iglesia que está llamada a ser cada día mejor y más claro signo de salvación.

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