Misa. Por: Ramiro Aguirre. Un domingo en la misa de la tarde, un pequeño se sentó a la par del joven junto a su familia. La misa transcurría de lo más normal y los ojos del niño iban como palomas asustadas,

volando por todos lados; no había lugar que no hubiera tocado ligeramente su vista para después marcharse al siguiente. Fue en ese preciso instante que lo atrapó lo menos esperado.

El rostro del joven que se sentaba a su lado estaba en absoluta paz. Sus ojos permanecían cerrados ante todo, no importaba qué palabras dictara el padre, si evangelio u homilía, aquellos ojos, permanecían cerrados. Solamente los había tenido abiertos, según se dio cuenta el niño, antes de aquellas dos partes de la misa. Entonces aquel niño, en su inmensa curiosidad, no se pudo resistir y volteándose hacia él le preguntó: -Señor, ¿está dormido?

La mamá escuchó aquello, tomó las manos de su hijo, diciéndole al mismo tiempo que no le dijera eso al joven y disculpándose con él. El joven abrió los ojos, sonrió y le dijo que no se preocupara. Acto seguido, le dijo al pequeño: -Mira, no estoy dormido. Lo que pasa es que me he dado cuenta a qué vengo a la iglesia.

El niño, extrañado, le hizo otra pregunta mientras la mamá lo miraba: -Si no está durmiendo, ¿por qué tiene los ojos cerrados? ¿A qué viene a la iglesia?

-A escuchar, dijo el joven sonriendo. -Todos venimos a escuchar la palabra de Dios. Es lo único a lo que venimos. No creo necesario que tengamos los ojos abiertos, la boca hablando y las manos poniéndole atención a lo que tocamos. Sí a lo que Dios nos llama a entender. De tus cinco sentidos, Dios solo necesita uno a toda su capacidad aquí en misa. De todo tu tiempo en la semana, El solo te pide una hora para darte instrucciones para el resto de tu vida. Por tu bien. Antes de salir por esas puertas grandes que ves allá, tú has puesto tus cinco sentidos a trabajar en pro de lo que aprendiste en apenas un instante.

 

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