Hno. Kenneth Obando SDB. Tenía nueve años cuando mi tío Mario Rodríguez, sacerdote salesiano y director en aquel entonces del Noviciado Domingo Savio de Cartago (Costa Rica) me acercó a la obra salesiana.

En ese ambiente viví días felices: pertenecía al grupo de acólitos, recibía catequesis para la primera comunión, y varios días entre semana llegaba a jugar y a platicar con el P. René Torres, que estaba realizando su experiencia pastoral en Cartago. Lo más bello es que realmente sentía a Jesús como un amigo, como mi hermano mayor (como nos enseñaban las catequistas). Leía la biblia, una Nacar-Colunga que me regaló P. René para mi primera comunión. Mi abuela “Maita”, muy preocupada, me decía que, si seguía con su lectura, me iba a “volver loco” (cosa que creo que de alguna manera ocurrió).

He de confesar que durante la preadolescencia, entre crisis y rebeldías, me alejé de la fe y me dediqué a las travesuras. Me gustaba la computación y la música me apasionaba. A los 16 años, inicié a estudiar el bachillerato técnico en electrónica en otro colegio, lo que me hizo cambiar de ambiente y amistades y me dio nuevas experiencias de vida.

Tenía una compañera de clase que tenía problemas con su novio y me pedía consejo. Entre plática y plática, nuestra amistad fue incrementándose. Ella terminó con su novio, lo que nos dio más tiempo juntos. Le ayudaba en sus clases y con ello me gané el favor de sus padres.

Mientras tanto, recibía el sacramento de la confirmación y con esto mi vida de fe se renovó y empecé a trabajar como catequista de niños en la obra salesiana y a participar cada sábado en el grupo de Lectio Divina, donde profundizábamos la Palabra de Dios. Poco a poco Dios se fue convirtiendo en la razón de mi felicidad.

Mi amiga era una fiel muy comprometida en una iglesia evangélica cerca de mi casa. Estaba enamorada del hijo del pastor, él se le declaró y empezaron su noviazgo. Como lo pueden imaginar, no fue una idea que me agradó, porque ya no era la amistad lo que buscaba. Le dije que prefería alejarme, darle espacio a su relación, y sin sospecharlo la lejanía hizo sus efectos al mes: después de que su novio le preguntara si lo quería, ella simplemente respondió que no.  No tardamos en iniciar una relación de noviazgo. Fue intensa, sana y bella, una verdadera joya en mi memoria.

Los sábados se fueron convirtiendo en el centro de la semana. Se los dedicaba a Jesús, y el estudio de la biblia calaba más profundo en mi corazón. Ya no solo daba catequesis a niños; me pidieron apoyar la catequesis de confirmación con un equipo de grandes catequistas. Por ese tiempo estaba cerrando mis estudios, realicé mis prácticas laborales en la empresa de comunicación del Estado, en donde, al finalizarlas, me ofrecieron el único puesto de trabajo disponible. Por otra parte, también había ganado los exámenes para estudiar ingeniería en sistemas en el Instituto Tecnológico de Costa Rica, una prestigiosa universidad estatal. Mi vida no podía estar mejor. Al parecer, tenía la vida realizada.

No les miento, la disparidad de religión con mi novia nos creó problemas. Como principio, ella no podía tener un novio católico si quería participar en los grupos de su iglesia. Cuando se dieron cuenta, ella simplemente me terminó. Estaba desolado. Recuerdo claramente, como si se tratara de una película romántica, cómo, después de la eucaristía de la noche, corrí a su casa. No sabía qué decir y qué iba a hacer. Solo toqué la puerta, pregunté por ella y, cuando la vi, noté sus ojos llorosos. No me salió palabra, más que decir “no puedo”. Ella me abrazó.

Para mejorar la situación asumí la tarea de platicar con su pastor y su líder. Como si se tratara de pedir su mano, les explicaba cómo creía que podía funcionar nuestra vida juntos. Ambos nos comprometimos a participar en las actividades de cada iglesia. Ella asistía al grupo de Lectio Divina en la casa salesiana y yo la acompañaba a los cultos los domingos en la mañana. Parecía que el problema estaba solucionado pero, para serles sincero, no cumplí mi parte.

Al finalizar noviembre de ese año, ella me dice que su pastor quiere platicar con ella. Ambos sospechamos lo peor y de ésta no nos podíamos salvar. Yo, amedrentado por la rabia, no hice más que caminar en los días siguientes por todas las calles de Cartago. Ni siquiera comía. Solo tenía una idea que me atormentaba: ¿Por qué no puedo estar con ella?; nuestro amor por Dios nos unía, no nos separaba; el problema no era culpa nuestra; la división ocurrió siglos atrás y a miles de kilómetros de distancia y por eso no podía estar con ella. ¡No era justo!

Caminé y caminé. Lo que no me he logrado explicar, pero que cambió radicalmente lo que sentía y vivía, fue otro pensamiento que golpeó mi mente y mi corazón: Y yo ¿qué hago al respecto? Y como un rayo de esperanza y alegría entró el germen que cambió lo que vivía: ¿Por qué no me hago sacerdote?

La idea se adueñó de mí. Durante esos días mi tío sacerdote estaba en mi casa (en ese momento trabajaba en San Isidro de El General, varios kilómetros al sur de Costa Rica). Con el único fin de probar, le dije que me gustaría ser sacerdote. Él, con una sonrisa pícara, me dijo directamente: “El P. Chinchilla va a hablar con vos” (era el director de la obra salesiana en Cartago). Efectivamente algo tramaban.  A la menor muestra de interés vocacional, me iban a abordar con la propuesta de la vida religiosa. El P. Chinchilla me invitó a su oficina y directamente, pero con una mirada profunda, me preguntó; ¿Te gustaría ser salesiano? Una alegría me abordó de nuevo.  No pude decir que no. Dios ya había hablado.

Cuando me volví a encontrar con mi novia, ella, con tono alegre me cuenta que ya había hablado con su pastor. Él sólo quería saber cómo iba todo: su vida, nuestro noviazgo, su familia. Al parecer, sus respuestas le agradaron y por eso dio su bendición para nuestro noviazgo. Mis sospechas eran infundadas.

Yo, sin más, le conté que también había hablado con el P. Chinchilla.

--¿Y qué te dijo? – preguntó con curiosidad.

--Me preguntó si quería ser salesiano. Sus ojos se abrieron y por un momento todo se detuvo.

-- ¿Y qué le contestaste?

— ¡Que sí!

No creo haber llorado tanto como esa Navidad. La decisión estaba tomada y no sentía ni una sola duda. Tenía certeza de lo que tenía que hacer. Pero no por eso la situación dejaba de doler. Informé en mis prácticas que no podía aceptar la oferta de trabajo. La jefa inmediata no comprendió por qué un joven “tan profesional” podía tomar esa decisión. Días después me comentó que, hablando con su esposo, entendió que tal vez Dios quería a alguien así para Él.

Hay un misterio en mi vida que no he logrado comprender, que me intriga, pero que me llena de esperanza y fe: aún con el cambio que significó el llamado que Jesús me hizo y lo que implicó dejar, no termino de contemplar lo feliz que soy como salesiano. y que vivir con Jesús y llevar la Palabra de Dios a los jóvenes da sentido a cada día de mi vida. ¡Me encanta vivir siempre en sábado!

Tenía 9 años cuando mi tío Mario Rodríguez, sacerdote salesiano y director en aquel entonces del Noviciado Domingo Savio de Cartago (Costa Rica) me acercó a la obra salesiana. En ese ambiente viví días felices: pertenecía al grupo de acólitos, recibía catequesis para la primera comunión, y varios días entre semana llegaba a jugar y a platicar con el P. René Torres que estaba realizando su experiencia pastoral en Cartago. Lo más bello es que realmente sentía a Jesús como un amigo, mi hermano mayor (como nos enseñaban las catequistas). Leía la biblia, una Nacar-Colunga que me regaló P. René para mi primera comunión. Mi abuela muy preocupada, me decía que si seguía con su lectura me iba a “volver loco” (cosa que creo que de alguna manera ocurrió).

He de confesar que durante la preadolescencia, entre crisis y rebeldías, me alejé de la fe y me dediqué a las travesuras. Me gustaba la computación y la música me apasionaba. A los 16 años, inicié a estudiar el bachillerato técnico en electrónica en otro colegio lo que me hizo cambiar de ambiente y amistades y me dio nuevas experiencias de vida. Recibí el sacramento de la confirmación y con esto mi vida de fe se renovó, empecé a trabajar como catequista de niños y luego de confirma en la obra salesiana. Además r cada sábado participaba del Grupo de Lectio Divina donde profundizábamos la Palabra de Dios y poco a poco Dios se fue convirtiendo en la razón de mi felicidad y cada sábado el centro de mi semana.

Tenía una amiga que le ayudaba en sus clases, era una fiel muy comprometida en una Iglesia Evangélica cerca de mi casa. Nuestra amistad fue madurando hacia el noviazgo pero la disparidad de religión nos creó problemas. Como principio, ella no podía tener un novio católico si quería participar en los grupos de su iglesia y por esto me terminó varias veces. Para mejorar la situación asumí la tarea de platicar con su pastor, y como si se tratara de pedir su mano, le expliqué cómo creía que podía funcionar nuestra vida juntos y ambos nos comprometimos a participar de las actividades de cada iglesia. Nuestra relación fue intensa, sana y bella, una verdadera joya en mi memoria.

Al finalizar mis estudios, realicé mis prácticas laborales en la empresa de comunicación del Estado, en donde al finalizarlas me ofrecieron el único puesto de trabajo disponible. Por otra parte, también había ganado los exámenes para estudiar Ingeniería en Sistemas en el Instituto Tecnológico de Costa Rica, una prestigiosa universidad estatal. Mi vida no podía estar mejor, parecía completa.

Durante esos meses, el pastor de mi novia la cita para conversar, ambos sospechamos lo peor. Yo, amedrentado por la rabia, no hice más que caminar en los días siguientes por todas las calles de Cartago, tenía una idea que me atormentaba: ¿Por qué no puedo estar con ella?, el amor a Dios nos unía, no nos separaba; el problema no era culpa nuestra, la división ocurrió siglos atrás y a miles de kilómetros de distancia y por eso no podía estar con ella. ¡No era justo!

Caminé y caminé, y algo que no me he logrado explicar pero que cambió radicalmente lo que sentía y vivía fue otro pensamiento que golpeó mi mente y mi corazón: Y yo ¿qué hago al respecto? Y como un rayo de esperanza y alegría entró el germen que cambió lo que vivía: ¿por qué no me hago sacerdote?

La idea se adueñó de mí. Durante esos días mi tío sacerdote estaba en mi casa (en ese momento trabajaba en San Isidro del General, en la zona sur de Costa Rica), y con el único fin probar le dije que me gustaría ser sacerdote. Él, con una sonrisa pícara, me dijo directamente: “El P. Chinchilla va a hablar con vos” (director de la obra salesiana en Cartago). En esa semana, él directamente pero con una mirada profunda me preguntó: ¿Te gustaría ser salesiano? Una alegría me abordó de nuevo, no pude decir que no. Dios ya había hablado.

Mi novia ya había hablado con el pastor que sólo quería saber cómo iba todo: su vida, nuestro noviazgo, su familia. Al parecer sus respuestas le agradaron y por eso nos dio su bendición. Mis sospechas eran infundadas. Yo sin más le conté que también había hablado con el P. Chinchilla: —¿y qué te dijo? – preguntó con curiosidad. — Me preguntó si quería ser salesiano—sus ojos se abrieron y por un momento todo se detuvo. —¿y qué le contestaste? — ¡Qué sí!

Hay un misterio en mi vida que no he logrado comprender, me intriga pero me llena de esperanza y fe, y es que, aún con el cambio que significó el llamado de Jesús y lo que implicó dejar, no termino de contemplar ¡lo feliz que soy como salesiano! y cómo vivir con Jesús y llevar la Palabra de Dios a los jóvenes le da sentido a cada día de mi vida. ¡Me encanta vivir siempre en sábado!

 

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