Qeqchíes. Viví 17 años en la misión salesiana en Carchá, Guatemala. Eso queda al norte del país. Es un territorio habitado mayoritariamente por indígenas qeqchí. Me gustó. ¿Qué me gustó? No los aguaceros que me empaparon mientras caminaba a pie visitando aldeas.

 

Tampoco el sudor que chorreaba por mi espalda en tiempos de verano. Ni la escasez de agua, que me obligaba a pasar días sin bañarme. Ni los caminos pedregosos que hacían saltar mi pobre cuerpo durante horas mientras manejaba un trabajado jeep.

Eso era lo de menos. Me gustó la gente. Gente sencilla, transparente, alegre, cordial. Quizás la distancia en el tiempo (veinte años) me hagan olvidar las espinas propias de toda convivencia humana. Mejor así. Me queda en el alma un grato sabor de ese largo y positivo pedazo de mi vida transcurrido entre ellos.

De los indígenas qeqchí recuerdo su fina cultura, no obstante el analfabetismo generalizado de entonces. Su delicadeza de trato, la cortesía extrema sin afectación, el sentido del humor, la cohesión comunitaria, la seriedad con que asumían responsabilidades comunitarias, el respeto a los niños, su habilidad para expresarse con elegancia en las reuniones comunitarias, la apertura a lo nuevo, la habilidad hacia la música. Y sobre todo su extraordinaria sensibilidad religiosa, que los llevaba a vivir por largas horas los encuentros de oración.

No fui yo persona emprendedora como mis compañeros sacerdotes, quienes levantaban proyectos sólidos de transformación social o cultural o pastoral. No es que no quisiera, sino que no tenía habilidades para ello. Eso me apenaba un poco, porque me hacía sentirme en desventaja.

Lo único que hacía algo bien era estar con la gente. Conversar con ellos, comer juntos, dormir en sus comunidades, divertirnos un poco. Algo así como matar el tiempo juntos.

Veinte años después, me arrepiento de no haber intensificado esa línea de acción. Cuando me despedí de ellos, percibí con cierta sorpresa cuán profundas raíces había echado yo entre ellos. Me dolió separarme, no porque me iba, sino porque sus miradas me decían que los dejaba después de muchos año de convivir.

Cuando regreso de vez en cuando a Carchá, compruebo que han cambiado demasiadas cosas. Muchísimos amigos han muerto. Los estilos pastorales son nuevos y mejores que los recursos rudimentarios que ensayé. Me sentiría extraño en el actual contexto misionero tan pujante.

La nostalgia pone un toque de brillo y color a los tiempos viejos. Gracias a Dios que así sea. Me queda un regusto agradable de mis experiencias de sacerdote joven o maduro en aquellos años ya lejanos. Y sigo afirmando mi fe en esa población qeqchí que tiene tan inmensas riquezas humanas, culturales y religiosas.

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