confesion Los domingos por la tarde acostumbro confesar un par de horas. Visto el alba blanca, el cingulo y la estola y me encamino al confesionario. Enciendo la luz y el ventilador. Frente a mí, muy cerca, una banquita para el penitente. Está también la opción de la ventanilla lateral con cortina, pero pocos la usan. Prefieren el dialogo cara a cara.

Comienza el desfile de pecadores.

- ¿Que tal? El hombre maduro me mira con una sonrisa mustia. - Si estuviera bien, no estaría aquí. Con sinceridad cruda me narra sus miserias. Se siente agobiado por el mal. Lo animo a explorar más hondo y encontrar un punto de avance. La confianza ilumina sus ojos, que me miran directo.

- Yo te absuelvo de tus pecados... Un fuerte apretón de manos y una sonrisa abierta sellan la gracia sacramental.

Ahora es un niño quien entra tenso. Trato de desdramatizar. -¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿Dónde estudias? Sus pequeños pecados muestran la terrible realidad del mal que empieza a manifestarse en su corta vida. - Dios te quiere mucho; Jesús es tu amigo; puedes ser mejor.

- Gracias, me dice con el desenfado de los niños.

El adolescente que entra con modos torpes está asomándose peligrosamente a los abismos del mal. La pornografía le está envenenando el alma. Es consciente de los riesgos por fumar y tomar. Pero la diabólica presión de los amigos es poderosa. Con él hablo un lenguaje franco y retador. Me mira con ojos de sorpresa. Siento que se anima seriamente a ser diferente. Me lo dice su sonrisa franca de despedida.

Esta anciana que sigue se sienta trabajosamente. Ya quisiera yo tener sus pecados. Faltó una vez a misa porque estaba muy enferma. No logra terminar el rosario diario porque se duerme. Me gustaría canonizarla.

La adolescente que sigue está confundida. Quiere volar, pero se queja de que sus padres la coartan. Su corazón es un torbellino de pasiones.

Me conmueve la historia de la señora casada con un marido déspota. Me cuesta creer que haya hombres tan groseros y crueles. No hay solución a la vista. Me resigno a dejar que se desahogue. Al final, se va con menos opresión en el alma.

Llega un hombre bastante mayor. Su caso es desolador. Su esposa lo abandonó. La soledad le resulta insoportable. Sus magras compensaciones afectivas le dejan un fondo de tristeza. Se esfuerza por llevar con valentía esa vida gris.

Confesar me hace daño. Me duele tanta miseria humana y tanta humillación. Me angustia ver vidas jóvenes desfiguradas por el mal, hombres maduros aplastados por situaciones despiadadas, mujeres oprimidas en una vida de martirio.

Confesar me hace bien. Ese cálido y robusto apretón de manos al final, esa lágrima indiscreta de alivio, ese rostro que recobra la luminosidad, esa sonrisa que es todo un poema a la gracia sanante de este bendito sacramento de la reconciliación.

- ¿Y mi penitencia?, me pregunta la señora agobiada por mil tribulaciones.

- Señora, ya tiene suficiente con la vida que lleva.

Sonríe con aire de complicidad.

Imagino a Dios que sonríe también con sonrisa compasiva y amorosa. Son sus hijos e hijas sufrientes, a quienes ama con amor entrañable de Padre.

Y yo salgo del confesonario aligerado porque pude infundir aliento y derramar gracia en tantos corazones lastimados.

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