Tarde de domingo. Acostumbro cerrar mi pastoral de domingo con la celebración de la misa a las seis de la tarde. La mañana la he pasado con los vivarachos oratorianos y los alegres catequistas. En cambio, por la tarde tengo una hora de confesión y esa misa vespertina.

La amplia y bella iglesia está casi llena. El ambiente es reposado. Me acompañan seis ministros de la eucaristía, tres lectores, una comentadora y unos seis o más acólitos, además del hábil músico que imprime solemnidad festiva a la celebración comunitaria.

La celebración discurre normal. La luz menguada del atardecer me impide ver con claridad todos los rostros. Habrá unas seiscientas personas, a ojo de buen cubero. Con el tiempo me he ido familiarizando con muchos de ellos, que suelen ocupar las mismas bancas.

La parte conmovedora de ese encuentro comunitario sucede durante el intercambio del signo de la paz. Después de invitar a los presentes a darse la paz, doy media vuelta para compartirla con ministros y ministras de la eucaristía que están detrás de mí, muy formales enfundados en sus batas blancas.

Vuelto de nuevo al altar, veo venir hacia mí un pequeño tsunami de niños. Grandecitos, medianos, chiquitos. Como todo niño que se precie de tal, no saben de formalidades. Tienen prisa por llegar al altar, empresa difícil, pues deben escalar cuatro gradas que para ellos son vallas olímpicas.

Con sus caritas radiantes, algunos tropiezan y caen. La ventaja es que son elásticos y nada les sucede, ni grave ni leve. Me rodean junto al altar: abrazos, apretones de manos, revolverles el cabello. No hay palabras, que en este caso nada tienen que hacer. Regresan en busca de sus padres saltando gradas como quien lleva un trofeo recién ganado.

Hay un niño en particular, pequeñito, que no se da prisa por subir al altar. Pasito a paso, con gran dignidad, sube cada grada y se toma todo el tiempo del mundo hasta llegar junto a mí. Los demás ya han regresado mientras él hace su subida pausada. Lo espero con la dignidad del caso. Con seriedad inusitada me da la mano y regresa imperturbable, con compostura digna de un inglés.

Alguna vez aparece también una joven madre llevando a su bebé en brazos. Se me acerca con una sonrisa entre tímida y cómplice. El pequeñín me mira extrañado, como queriendo interpretar esa figura rara, que soy yo, en su habitual mundo familiar.

Creo que los redactores del ritual de la misa no pensaron en ese desparpajo infantil para el rito de la paz. Mejor que no lo hayan pensado. De repente se les hubiera ocurrido una severa admonición contra posibles “ritos” que menoscabaran la “dignidad” de la celebración.

Y yo disfruto de ese aire cómplice que se cuela en la celebración de la misa de seis de la tarde del domingo.

Compartir