Image bank ANS Domingo por la mañana en el oratorio. A las ocho recibimos a un centenar o más de niños y jóvenes en el salón. Llegan alegres, juguetones, con sus uniformes y zapatos deportivos. El salón está ordenado con sillas plásticas en semicírculo mirando al altar. Unos treinta animadores y animadoras, jóvenes o mayores, los acogen con salesiana sonrisa.

La liturgia de la misa se adapta a este grupo que desborda vitalidad. La adaptación espantaría a algún teólogo purista. A mí, en cambio, me va bien ayudar a este grupo heterogéneo a descubrir la bondad de Dios, aun cuando salte o modifique alguna normativa canónica. Después de la misa, se distribuye una golosina y... a jugar.

El problema es que solo hay dos campos para futbol rápido. Así, mientras cuatro equipos juegan, los demás deportistas miran los encuentros o pelotean en la calle, que la hemos acaparado, o participan en juegos creativos o van al club de dibujo y pintura. Es toda una efervescencia de vida joven.

Esta mañana disfrutaba viendo uno de los primeros encuentros de futbol, cuando se me acerca un joven de unos diecisiete años. Viste pantaloneta y camisola deportivas y zapatos de fut, como todos los que esperan su turno para jugar.

- Padre, quiero hablar con usted.

Por su aire de misterio, intuyo que es algo más que una simple conversación. Me desconcierto un poco. Imposible hallar cerca un espacio con privacidad para un diálogo confidencial. Debo hacer de tripas, corazón. Lo más privado que se me ocurrió fue plantarme con el joven en media carretera. A un par de metros el heladero vendía su producto. A izquierda y derecha pasaban las pelotas de futbol de los que calentaban sus piernas mientras esperaban turno. La música oratoriana atronaba el ambiente. Los silbatos de los dos árbitros estallaban autoritarios. Los gritos de jugadores y espectadores aceleraban la temperatura ambiente.

Yo, sacerdote, con la gorra defendiendo mi cabeza calva del sol agresivo, de pie en media calle, atendía a ese joven parado ante mí que buscaba la reconciliación con Dios y consigo mismo. Lo animé a emprender un camino de santidad. Le dije cuánto lo quería Dios. Puse mi mano sobre su cabeza y, con la solemnidad del caso, invoqué la misericordia de Dios sobre ese hijo suyo tan querido.

Una ligera desazón me inquietaba. ¿No estaba banalizando el importantísimo sacramento de la reconcilión al realizarlo en condiciones tan poco “ortodoxas”? De repente recordé que los encuentros sanantes de Jesús con los pecadores habían sucedido al aire libre en medio del barullo de la gente. Nada de confesonarios ni estolas ni ambientes intimidatorios.

Esta ha sido una de las absoluciones más conmovedoras que he impartido en mi vida.

Compartir