Imágen de: Joe Doe / flickerfree. ¿Quién, en su sano juicio, hubiera imaginado jamás que Dios decidiera venir a visitarnos para quedarse definitivamente con nosotros?

Me viene a la mente aquella clásica poesía mística española:

"¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío?"

Es la locura de un Dios amor. ¿Será que somos tan importantes, que valemos tanto, para que a Dios se le ocurra establecerse entre nosotros como un amigo, un hermano, un padre?

La vida cristiana arranca de esta experiencia fundamental: Dios me ama. Sentirse amados por Dios es el punto de partida del desarrollo de nuestra identidad cristiana.

Sin la experiencia del amor de Dios nuestra fe sería árida, nuestra moral se convertiría en un pesado código de normas incómodas, nuestra oración se reduciría a prácticas religiosas tediosas. En fin, una vida cristiana insípida y triste.

Pero no. Dios nos ama. Nos ama, no porque nos hemos ganado su amor con nuestro supuesto excelente estilo de vida. Nos ama, aún cuando estemos marcados por las cicatrices del mal.

Su amor es compasivo y sanante. De la humillación que nos causa el pecado nos lleva a la alegría de la santidad.

La Navidad es la ocasión preciosa para ahondar en la dimensión amorosa de la relación de Dios con nosotros.

Si lo logramos, si nos dejamos conducir por el Espíritu, nuestra existencia será luminosa y la alegría de Dios llenara nuestro corazón.

Y la clave de nuestra respuesta al Señor será la gratitud por las maravillas que hace con nosotros. Razón suficiente para hacer de nuestra vida una fiesta continuada.

“Ven, Señor Jesús”.

Compartir