Un ocaso demasiado gris. Con frecuencia voy por la mañana al cercano colegio de las Hijas de María Auxiliadora para celebrar la misa a las alumnas. A mitad de los escasos trescientos metros

de mi magra caminata encuentro a viejitos y viejitas que comienzan a congregarse para recibir su diario desayuno en el Comedor Mamá Margarita.

Es un espectáculo deprimente. Son personas que viven su ancianidad atrapadas en la miseria. Se van acercando a paso trabajoso a la puerta providencial que, por el momento está cerrada. Algunos llevan sus míseras pertenencias en negras bolsas plásticas o en mochilas gastadas.

Quienes ya han llegado conversan de cualquier cosa. Otros, la mayoría, se hunden en un silencio triste. Demacrados, miran a la calle sin mirar con una mirada vacía. Alguno fuma un cigarrillo barato, cuyo olor me repugna.

El otro día, al ir acercándome al grupo, alcancé a ver una penosa pelea entre un anciano y una anciana. No supe el motivo de la disputa. Pero sí fui testigo del torrente de insultos de grueso calibre que se lanzaban entre sí.

Cuando paso por allí, intento saludarlos. Algunos responden débilmente. Otros me ignoran. O quizá no se percatan de mi presencia, hundidos como están en su soledad.

Y me asaltan muchas preguntas: ¿dónde pasan la noche?, ¿qué hacen durante el día, además de regresar al mediodía para su almuerzo? ¿dónde están sus hijos y sus nietos, si es que los tienen? ¿qué los llevó a ese final miserable?

El servicio que les presta nuestra parroquia es providencial: dos nutritivas comidas diarias, asistencia médica, programas de estimulación social. Eso no quita que sigan siendo personas apagadas.

¿Por qué la vida de un ser humano deba tener un final tan desolado?

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