Yo, sentado en silencio en la sede, mientras la Hermana leía la primera lectura de la misa. De pronto veo al animalito atravesando la capilla con paso ondulado y suave,

y esponjosa cola curvada en alto. Al pasar frente a mí, se detiene, sube las dos gradas y se me acerca. Luego se asoma curiosa a la puerta de la sacristía. Reaparece tranquila y desciende con ágiles y elegantes saltitos.

ardilla Tan repentina fue su aparición como su desaparición. Sin dejar rastro ni ruido, salió por la puerta opuesta. La lectora continuó imperturbable su lectura. Sospecho que no vio a la inocente criatura pasar casi bajo sus pies. Las otras Hermanas tampoco advirtieron la entrada discreta del suave animalito, envueltas como estaban en el recogimiento piadoso de la misa.

Solo la Hermana que se sentaba en la banca frente a mí se percató de mi sorpresa ante la inusitada visita de la minúscula visitante. No pudo reprimir una sonrisa maliciosa ante mi desconcierto por esa feligrés avispada que no estaba en mi catálogo de fieles asistentes a la asamblea litúrgica.

La rápida visita exploratoria de la ardilla, por lo visto, no le  permitió hallar nada interesante. Al menos, parece que no le interesó ni el texto sagrado ni la figura solemne del celebrante ni el ambiente sacro; mucho menos las Hermanas.

Después supe que para las religiosas esa aparición matutina no es caso raro. Con frecuencia ese animalillo juguetón atraviesa la capilla en la hora matinal de la celebración eucarística. Pero su aparente piedad esconde motivos más prosaicos. Va en busca de su desayuno que una Hermana le prepara a diario junto a la capilla.

O sea, que las historias de san Francisco de Asís o de san Antonio de Padua o de fray Martín de Porres no son pura leyenda. 

Compartir