Que yo vea... Ya instalado en la parte final de mi vida, echo una mirada hacia el itinerario recorrido, que es un hilo plagado de altibajos.

Una de las tareas incompletas de mi ya larga vida se refiere al manejo de mis relaciones emotivas con toda clase de personas. O, más precisamente, el manejo de conflictos o discrepancias emocionales.

Eso de que no soporto a alguien por lo que para mí son sus rarezas o carencias humanas. O reponerme de un conflicto que dejó huellas sin sanar. O convivir con personas cargantes.

El litigio interno que yo libraba y sigo librando se define en dos posturas opuestas: por un lado, la teoría cristiana de “amar al prójimo” y “perdonar generosamente”; por el otro lado, la natural tendencia a borrar del mapa a quien me estorba.

Por muchos años me he debatido con poco éxito entre esos dos extremos: afinidades y rechazos. Las afinidades, bienvenidas. Los rechazos me dejaban un malestar interior.

¿Qué hacer? ¿Hay una solución realística para transformar heridas emocionales en estados saludables?

Yo, que soy bastante escéptico, he comenzado a creer en milagros. O, mejor dicho, en la intervención divina, delicada, respetuosa. Llegó de esta manera. Un día, mientras distribuía la comunión a los fieles, empecé a mirar a cada uno de los que se acercaban a recibir la hostia. A mirarlos con ojos nuevos. Me decía: A esta persona desagradable Dios la quiere mucho, esta viejita de pasos inseguros es una gran amiga de Dios, ese joven distraído Dios lo lleva en su corazón, a esa persona dealiñada Dios la mira con simpatía.

Fuera de la iglesia comenzó a operarse la misma reacción. La persona importuna, el pordiosero miserable, aquel presumido: comencé a verlos desde la perspectiva de Dios. Sí, Dios los ama cordialmente, son sus amigos.

No es que me haya sucedido lo de san Pablo, que un rayo fulgurante le dio vuelta total a su vida en un instante. Lo mío es como una plantita que apenas se asoma sobre el terreno, frágil, expuesta. Son pequeñas luces de luciérnaga que se encienden y se apagan sin cosechar todavía un logro tangible, sólido.

Por ahora, el efecto inmediato es la petición ansiosa de Zaqueo: - Señor, que yo vea.

Compartir