Y se regresaba solita bajo la llovizna fría... De vez en cuando me corresponde celebrar la misa dominical de sábado a las 6.00 pm en la colonia María Auxiliadora, que está a pocas cuadras de nuestra parroquia.

A pesar de que es una colonia muy poblada, el número de feligreses anda por los sesenta. Algunos niños, pocos jóvenes, pocos adultos, bastante gente de la tercera edad. Y algún perro que entra retrasado recorriendo pausadamente todo el espacio en busca de su dueño.

Las “paredes” de la capilla son barrotes de hierro que protegen del calor (al menos, lo intenta) y de los ladrones, pero no del ruido del vecindario. Las casas vecinas están separadas de la capilla por un pasadizo estrecho. De modo que nuestros cantos y oraciones ascienden al cielo acompañadas de gritos, música de radios y conversaciones poco piadosas.

Llego minutos antes de la misa. Uno de los animadores enciende el micrófono y lanza al vecindario la invitación a apresurarse “porque ya llegó el padre”.  Dos o tres veces. Y surte efecto, porque comienzan a aparecer, a poquitos los contados feligreses.

Este sábado me encontraba cerca de la entrada revestido de los ornamentos litúrgicos en espera de comenzar la procesión de entrada, muy solemne: dos lectores, la ministra extraordinaria de la comunión y yo.

Se me acerca una humilde viejecita, menuda y de baja estatura. Tira de mi vestidura litúrgica para llamar mi atención y hace el esfuerzo por decirme algo. Supuse que se trataba de saludarme o de que le bendijera alguna medallita. Una vecina me aclaró: - Dice que no va a estar en la misa porque se va a su casa. - ¿Qué le pasa?, pregunté. – Tiene chikunkunya.

No lo podía creer. Había llegado caminando trabajosamente desde su casa solo para excusarse de faltar a la misa. Y se regresaba solita bajo la llovizna fría. Me costó entender lo que estaba viendo y oyendo.

Si esta viejecita no es una santa, no le creo a ningún otro santo canonizado.

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