Camino de Santiago 2018.- Si hasta ahora no han bastado estos días para entender lo que en Santiago he vivido, cuánto más me hará falta por escribir, vivir, meditar y contemplar esta experiencia. Mientras caminábamos por ratos nos pasaba en la mente el famoso poema de Machado (hecha canción por Serrat) “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Aunque el camino estaba muy bien señalado, faltaba tanto en mí por caminar. Caí en cuenta que la primera invitación que el Señor me estaba haciendo era esa precisamente: esta vida decidirme a caminar.


La primera cosa que percibí de tantas formas fue el gozo de vivir. Caminar bajo la lluvia, combatir el frío con el calor del cuerpo, sentir los músculos dar el máximo y aun así poder cantar, rezar, reír, platicar, continuar a caminar. De hecho, mientras caminaba procuraba no solo ver el suelo para evitar los charcos, sino atravesarlos y volver mi vista al cielo, al bosque, a mis hermanos. Dejar de preocuparme por cada paso y disfrutar lo que era en ese momento. Perdí la cuenta del tiempo o de los kilómetros recorridos mientras platicábamos o me perdía yo mismo en el horizonte nublado y lleno de agua. Cualquiera pensaría “lástima que no era un buen clima para disfrutar del paisaje”. Yo les diría que fue una dicha ver esas montañas llenas de agua, escuchar la lluvia car entre los árboles y en nuestras capas, sentir los pies bañados y hacer camino con ello. La dicha de vivir ese preciso instante no podía perdérmela, la oportunidad de dar gracias a Dios por ese instante.
El martes caminé junto a Arek, un hermano polaco que trabaja en Irlanda. Me pegué a él porque lo vi caminar decidido, con paso firme y alegre. Claro, un paso suyo eran dos míos pero no me importó. La tarde anterior había compartido algunas vivencias que me llamaron la atención y quería aprovechar el camino para conocerlo y profundizar en esos pensamientos. Hablábamos de la lógica de nuestra vocación: si hemos entregado a Dios nuestras vidas, dependemos únicamente de su voluntad. Lo demás es añadidura. Y mientras platicábamos y habíamos recorrido más de 15 kilómetros bajo una lluvia fría, constante y con ráfagas de viento, le sugerí que quería detenerme para volver a tomar un poco de aire. Él me vio y me dijo que no en absoluto, no, sería lo peor. Empezó a explicarme cómo fisicamente, con el clima y el esfuerzo, detenernos hubiese sido lo peor para nuestros cuerpos que habían tomado ritmo y calor al caminar y que deteniéndonos, dejándolo enfriar, se nos haría muy difícil recomenzar. Además, me dijo, “eso de detenerse es una de las tentaciones más sutiles al caminar. Basta detenerse una vez para querer volver hacerlo más adelante. Y así, sumando pequeñas pausas, haces más largo el camino, más difícil recorrerlo y más tarde la llegada. Mejor pensá en la ducha caliente que nos espera, en el plato de sopa, en ese descanso prolongado... y camina”.
Cuánto me resonaron esas palabras. Dejar de caminar serían la ilusión de pensar que es un respiro, tentación desgraciada, cuando nuestro corazón necesitará siempre seguir: bombear, amar, sufrir, pero no detenerse. “Detenerse es morir” (“you stop, you die”) y pienso que en esta vida como consagrado salesiano debo siempre caminar. A veces más lento o a veces gritando de dolor, comer o tomar agua mientras se avanza, pero no retardar la llegada, que un instante perdido con un joven o en nuestro camino, significa tanto.
Otra cosa que me impactó desde el primer día fue la experiencia de caminar en comunidad. Me había preparado mental y espiritualmente para vivir “mi camino” y al llegar allá me encontré en comunidad. No iba a mi tiempo ni a mi estilo, sino junto a quien según el día, la etapa y el momento, estuviera a mi lado. Por ratos buscaba a quien acompañar, por ratos me sorprendieron mis hermanos. Y me di cuenta lo importante que es compartir el camino cuando mientras por ratos caminaba solo y me afligía la distancia, el tiempo o la debilidad. Caminar solo significaba para mi sentir insoportables los dolores, imposible la llegada, eterna la distancia o el tiempo. Juntos había más comida, más agua, más alegría y en general hablando se hacía más ligero el caminar. Pero no es solo cuestión de “sentirse mejor”, casi de usar a los demás para calmar mis agonías, sino de entender que nos necesitamos intrínsecamente. “Caminar con mis hermanos hizo posible lo que sólo habría sido imposible”, y así lo sentí y así lo he vivido como salesiano. A pesar de que cada uno interiormente llevaba el propio proceso, tiempo o ritmo, a pesar de que nos costaba comunicarnos con algunos o con otros no hablamos nada, simplemente caminamos a la par uno del otro, me hizo entender que el camino se hace así. Y había todo tipo de compañías: quién me hacía rezar, quien me daba de comer, quien me hacía reír. Quien llegaba, me alcanzaba y quien se iba. O a quien yo llegaba, quién me recibía y quien me dejaba ir. Grupos, parejas, momentos de soledad, pero todos en camino. Porque a fin de cuentas, Dios ha confiado la misión a la comunidad. Y recordar que la fuerza de la cadena es su eslabón más débil y en la comunidad eso no puede descuidarse. Se ama, se vive, se reza, se camina juntos.
Está claro cómo el camino es un espejo de la vida y cuánto de la vida se refleja, se ora y se medita. Este camino es sin lugar a dudas una gran ocasión, pero el verdadero significado y sentido está en la cotidianidad. El camino abre los ojos a la vida, al día a día, a lo que en él se vive y lo que en él me pierdo. Caminar pensando en tantos rostros, tantas intenciones y ocasiones. Rezar encomendando cada una de ellas y dar cada paso en nombre de ellas, especialmente esos pasos llenos de amor y generosidad, porque el cuerpo parece no dar para más. Dicho de otra manera, si a la vida o a mi día a día, abriera el corazón y la oración como en estos días, seguro tantas luces se hallarían. Suena lógico pero si el camino ilumina la vida es precisamente porque no están en el camino las respuestas, sino en cada día. Es la vida el peregrinaje a Dios, esa que ha de compartirse, esa que ha de gozarse, esa que ha de amarse. Seguro Santiago quedará como un lindo recuerdo pero es esta vida la que no me quiero perder.
Pero claro, hay una cosa de esta vida que no se puede ignorar: la fuerza que tiene el dolor y la agonía que genera el sufrimiento. No se puede vivir queriendo evitarles, porque son parte de ella y no una parte cualquiera, sino una parte fundamental. Era curioso como cada día había en mi cuerpo un dolor distinto: la pantorrilla, los pies o las rodillas, dolores intensos. Y creo que jamás olvidaré cómo después de caminar 7 horas y media, aún faltaba un kilómetro y mi cuerpo estaba encendiendo todas las luces de emergencia y colapso. Físicamente ya no podía o ya no quería seguir caminando. Y en esos momentos es que me acordé de tantas personas que se encomendaron a mi oración con un dolor en particular. Tantas personas a las que “detenerse” o darse un respiro les traería tanta paz y tanta calma y simplemente no lo tienen o no pueden concedérselo. Tantas personas que han cargado con tanto dolor y lo siguen llevando, sin un leve signo de contrariedad o sin tantas quejas por ello. Tantas personas que en el silencio sufren, lloran o a las que les duele profundamente una herida y hoy siguen caminando. Y pensé también cómo mi vida como futuro sacerdote será precisamente cargar con ello, con mis sufrimientos y dolores y con los de tantas personas, y saber llevarlos, saber seguir y saber amar en medio de ello. Acompañar a alguien mientras sufre es sufrir con esa persona y qué importante que en esta vida se aprenda a hacerlo, conociendo los límites, liberando por completo el amor. Entendí entonces que no he de pedirle a Dios que aleje de mí los sufrimientos, sino que me enseñe a amar a través de ellos. Que en ellos sepa acercarme a Él y a quienes sufren igual o peor que yo y que sean los sufrimientos la llave que me abra tantas puertas para manifestar su presencia, su fidelidad, su amor. Que cada vez que sufra, me recuerde de su amor. Que cada vez que sufra, ame con su amor. Que cada vez que sufra, sepa que alguien sufre peor que yo... y amarlo con su amor.
Justo este diálogo fue una lección preciosa que el camino me dio en relación a la oración. Acostumbrado a los momentos de oración en mi jornada, descubrí el valor y la riqueza inmensa de hacer de cada momento de la jornada una oración. Cuando Mateo dice que para orar se ha de entrar en la intimidad de mi habitación, no se refiere a un lugar físico, sino ese espacio destinado al encuentro contigo y con Dios en tu interior. Esa célula en que habita el Padre en el corazón y vivir el día desde esa habitación. Caminar dialogando con Dios, contemplando su presencia, llevando con Él cada detalle y poniéndolo todo en sus manos, haciendo todo en su nombre. Ver y guardar las cosas en el interior y dejar que la vida inunde ese interior y sea esa vida misma el motivo y el encuentro con Dios. Claro, importante es cuidar los espacios reservados a la oración durante el día, saber custodiarlos. Pero más importante pienso sea darle espacio a esos momentos imprevistos, a esas chispas de oración, a esa sorpresa que en el día me invitan a vivir en el Señor, desde su amor. Dejarme sorprender y ver al cielo a cada rato. Dejarse enamorar, escuchar su murmullo en el viento o su voz en mis hermanos. Dejarme sorprender, dejarme enamorar y darle la oportunidad a Dios de hablar en los detalles, en las personas, en las casualidades; en los triunfos y en los dolores, en la lluvia o bajo el sol, al salir temprano en la mañana o al caer la tarde: vivir en y con Él.
Encuadro toda esta reflexión en una simpática expresión que surgió mientras compartíamos las impresiones del día: “debe ser una muy buena razón la que nos motive a continuar con esta locura. Porque nadie hace el camino en invierno y aquí estamos empapados. Porque todos se detienen al caminar y nosotros no hemos parado. Porque a tantos ha detenido el desánimo y el dolor, de justa manera, y nosotros ya nos estamos preparando para mañana. Repito, debe ser una muy buena razón... de lo contrario no me lo explico”. Porque sin la justa razón, con la justa dosis de locura, no se consigue seguir caminando. Debe haber un fuego que alimente el interior, debe haber un amor que mueva hacia adelante, debe haber una fuerza que empuje cada paso, debe haber algo más grande que nos lleve y nos siga guiando en esta misión en Europa, en la misión de cada uno y ese “algo” interno, es definitivamente superior a nuestras fuerzas, a nuestras capacidades, a nuestro amor. Ese “algo” es una persona, motivación profunda y única, que ha de guiar no solo el encuentro y el camino, sino cada pequeño paso y me enseñe a caminar. Solo con los ojos puestos en el cielo, el corazón en el sagrario y la esperanza y el amor entregados a los muchachos, esos “albergues cálidos” que nos esperan para encontrarnos con el Señor podrán ser la fuerza, la gasolina y la razón que nos permitan seguir caminando juntos aun cuando todos nos digan lo contrario.
Como suele hacer don Basañes en sus intervenciones, sabiamente resumió la experiencia en tres palabras fuertes y significativas. La primera fue un ‘Magnificat’ dicho en nombre de la Congregación. Magnificat a Dios por su amor y por la experiencia, por la llamada y por el proyecto, por nuestra vocación. Un ‘Magnificat’ lleno de amor a Dios por sus creaturas, porque de gratitud se ha inundado nuestra vida desde que dejamos todo por seguirle. La segunda es ‘generosidad’ que nos movió precisamente a dejarlo todo y que nos hizo dar paso tras paso. Generosidad al donar la vida y al seguir caminando. Generosidad que fue el fruto de nuestro encuentro con el Señor, amor primero, y que debe seguir siendo el motor que impulsa nuestro andar. No detenerse jamás, seguir siendo en todo generosos. Y la tercera palabra ‘camino’, porque es la que mejor recordará la experiencia vivida y la que mejor describe nuestro porvenir. Camino porque nos espera todavía un largo tramo por hacer y descubrir, y porque en la forma en que ahora caminamos hemos de seguir: juntos, ligeros de equipaje, absortos en la oración y atentos a la vida, firmes en la fe, en la esperanza y en el amor.
Por contarles una de esas ocurrencias como post data. Había logrado juntar un chocolate para cada día. Tenía en la maleta los 6 chocolates y los había administrado con sabia prudencia y discreción. Me ahorré el del lunes y el martes para dar triple dosis al miércoles. El problema fue que el miércoles le pedí a un hermano que me sacara el chocolate de la mochila... y sacó todos y los repartió. ¿Qué iba a pasar el jueves o el viernes? Bueno, “que no cunda el pánico” me dije... caminé. Y Dios en su providencia no me hizo faltar el famoso gusto ni jueves, ni viernes. Algo así como la multiplicación de los dones ocurre solo cuando se ponen a su disposición enteramente, sin reservas. Fin de la postdata.
Y que para todos sea un “buen camino” en la propia vida. Santiago, que nos espera, es preciosa... vale la pena este caminar!

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