Una de las cosas que primero me llamaron la atención al venir a Gjilan es el hecho de ser estadísticamente una minoría. Viniendo de una cultura de tradición cristiano-católica, saber que de más de 130,000 habitantes sean solo 18 los católicos que conocemos, es un dato que impresiona. Existen algunos cripto-católicos que prefieren vivir su fe en secreto, pero el resto son, en su inmensa mayoría, musulmanes.

Cualquiera pensaría este argumento como un enorme reto, como si mi “ser misionero” se midiera o se supiera “exitoso” en el aumento de católicos. Eso sería un grave error. No podemos pensar nuestra evangelización como una nueva conquista, conscientes de no seguir haciendo de la religión un motivo de división. Claro está que nos alegraremos con cada nuevo bautizado.  

Proponer esta estadística es presentar otro dato a considerar al conocer mi nueva realidad. Es parte del conocer su historia, sus tradiciones, sus costumbres y demás características. No es un rasgo que define, sino un detalle que caracteriza. Más importante al comenzar será saber el porcentaje de población juvenil, el estado en que se encuentra y las necesidades que presenta.

Es cierto que algunos hechos impactan. Una escuela sin crucifijos o imágenes religiosas en las aulas, los buenos días sin la señal de la cruz o el ser cautos y cuidar hasta el decir “Dios te bendiga”. Detalles que en la rutina pasaban desapercibidos.

Nosotros, como comunidad, portamos la cruz al pecho. Tenemos en nuestras oficinas la imagen de Jesús, de Don Bosco, María Auxiliadora y la Madre Teresa. En la bolsa de la chumpa tenemos listo el rosario y lo gastamos en los pasillos, en la asistencia. No ocultamos por nada nuestra identidad.

Impactan también una fiesta de Don Bosco entre 16 personas, sin procesión o gran celebración. Impacta la misa de domingo en un cuarto pequeño, casi en privado. Impactan tantas cosas que en “lo acostumbrado” para mí, había perdido por completo de vista. Pero todo sirve para el bien de los que aman a Dios, para nuestra fe.

Esto para nada nos asusta. Al contrario, nos motiva a ser auténticos y coherentes. Nos obliga a no escondernos en una marea de gente, sino a ser un rostro descarado de una fe alegre, real y concreta. Nos cuestiona, nos mueve, nos desafía.

Ser minoría nos hace conocernos como comunidad. Nos permite sentir la ausencia cuando uno falta y nos invita a participar más vivamente en la liturgia y en la vida compartida. Nos hace rezar a voz alta y hasta ser puntuales; sentarnos cerca, compartir los libros de canto y platicar de la semana cuando la celebración ha terminado.

Ser minoría nos ayuda a preocuparnos por la Iglesia, por la limpieza y los vasos y libros sagrados, y por nosotros. Nos hace saber nuestros nombres y hasta la historia de fe de cada uno: cuando fue bautizado, cuánto le costó en casa decir que quería ser católico y estar atentos a acompañar en las consecuencias.

Creo que “ser minoría” es una bendición. Al ser un “extraño” entre los muchachos, la pregunta por mi fe y mi relación con Jesús es aún más frecuente y profunda. Todos los días me siento confrontado (muy respetuosamente) en la fe, movido a ser coherente. Me hace redescubrir a diario quién es Jesús en mi vida y con qué convicción vivo mi ser católico y consagrado. Es mi testimonio y la experiencia personal con el Señor el método de evangelización. Ha de ser mi vida lo que les confronte a ellos. Lo demás será el trabajo del Espíritu Santo, a través de los futuros misioneros.

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