Yo a monseñor Romero lo conocí por su gente. Por pura gracia de Dios (chiripa, diríamos en Guatemala) tuve la dicha de vivir la eucaristía de canonización de monseñor Romero en la plaza de San Pedro el domingo pasado. Un momento de gozo para la iglesia entera, un regalo inesperado para mi vida y una fiesta en el mundo entero. Una explosión de gratitud profunda, de alegría y regocijo.


Yo a monseñor Romero lo conocí por su gente. De la difícil historia reciente salvadoreña había solo conocido el asesinato de los jesuitas en la UCA, pero de monseñor Romero comencé a escuchar hasta en el 2008, gracias a mis hermanos salesianos. Aproveché las diversas ocasiones en las que visité El Salvador para conocerlo mejor y era interesante escuchar a los jóvenes hablar de él desde el corazón, como si lo hubiesen conocido en primera persona.
Cuando llegué a Italia caí en cuenta de la trascendencia del entonces beato monseñor Romero. Tanta gente me pedía que les contara historias, detalles; que les diera estampas, imágenes, reliquias o que simplemente les contara nuevamente los hechos. Me encontré con una iglesia que veía en monseñor Romero un profeta de nuestro tiempo, un signo de esperanza, un hombre plenamente de Dios y todo de su pueblo.
Durante las vacaciones del 2017 aproveché la oportunidad de visitar nuevamente la tumba del beato y hacer una pequeña peregrinación en oración incluso al hospitalito. Esa vez, con mayor conocimiento de causa, pude detenerme a contemplar la sencillez y la mística de nuestro santo y me encontré con una sorpresa que comenzó a acompañarme desde entonces: me encontré con la oración de su gente. Descubrí como Romero sigue vivo, como lo predijo, en la oración de los suyos, en la sencillez y la fe de su pueblo.
Regresé a Italia emocionado y cargado de llaveros, estampas y libros para repartir y me encontré con una sed no solo del material sino de esa experiencia de fe, de pastor, de iglesia. Una iglesia que ve en Romero un modelo de “pastor con olor a oveja”. Esa llamada a la santidad radical que encontró respuesta en un humilde y fuerte sacerdote.
El domingo en el Vaticano era grandísima la cantidad de salvadoreños que estaban en la plaza de San Pedro. Bien le dije a mis hermanos de comunidad que teníamos que madrugar porque, conociendo a mi gente, estaría lleno desde temprano. Dicho y hecho, a las seis de la mañana ya era larguísima la fila de personas que esperaban a que abrieran las puertas.
Era impresionante ver a esa hora gente tan feliz. Y avanzando en la cola veía gente no solo de El Salvador, sino de todo, en verdad de todo el mundo. Un grupo grande venía del norte de Italia por el papa Pablo VI, otros de España, Zambia, India, Malta, Bolivia o del sur de Italia por los otros santos a canonizar, pero todos reconocían y estaban allí también por Romero. "comunión de corazones"
En el ambiente se respiraba una alegre gratitud al Señor por la vida y la santidad de monseñor Romero. La gente hablaba de él como un conocido y estaban allí como si fuera la fiesta de un gran amigo. A eso habría que agregar la serie de emociones y de oraciones particulares que cada uno llevaba en el corazón y que se reflejaban con tantos rosarios en mano, tantos cuadros levantados, tantos ojos inundados de lágrimas de alegría.
Las puertas se abrieron a las siete y cada uno a buscar lugar. La cordialidad era increíble, gente compartiendo galletas, agua, estampas, sonrisas e historias. Gente que se presentaban como salvadoreños viviendo en el extranjero y extranjeros que tanto querían ser salvadoreños. Banderas de todas partes y el rostro de Romero en playeras, pañuelos, cuadros y demás. No eran ni las ocho y la fiesta era inmensa. Fotos, selfies, videos y llamadas en un español que sinceramente me hacía falta. Era alegre el murmullo de la gente hasta que las voces al micrófono anunciaron el rezo del rosario como preparación a la eucaristía. Impresionante: como nunca antes visto, todos obedientes, sentados en su lugar, rosario en mano, señal de la cruz y a rezar. Era el clima perfecto para preparar la celebración.
La eucaristía no tengo cómo describirla. Se respiraba un aire de oración impresionante, se rezaba con profunda devoción y gran fe. No era la típica algarabía sino una felicidad profunda y la comunión, sobre todo la comunión, comunión eucarística y comunión de corazones. Era experimentar la iglesia terrena y celeste, la presencia del Señor. Todos sonreíamos y parecía casi que todos nos conocíamos. Y entre tantos idiomas, con el sol radiante a nuestras espaldas, todos sabíamos que Dios a cada uno estaba hablando, algunos a través del Papa, o de los santos, de las lecturas o de la emoción. Era Dios por todas partes. Era Dios en todos y todos en Dios. Una fiesta en la casa del Padre. Lo se, suena un poco exagerado, pero el clima era así.
Obviamente al final estaba la grande emoción de ver al Papa de cerca, que tuvo el detalle de subirse al ‘papamóvil’ y recorrer la plaza, sonriente como de costumbre. Allí si se dejó ver la algarabía de la gente. Y el Señor me regaló en ese momento la oportunidad de hacerme a un lado y contemplar a la gente, ver al pueblo de Dios con tantas emociones compartidas. Y dar gracias, porque lo apenas vivido era en verdad un regalo del cielo para todos. No lo podíamos creer, monseñor Romero era a partir de esa mañana, santo de la Iglesia universal.
Por eso me permito, con todo respeto, corregir y no solo llamarlo san Romero de América, sino del mundo entero. No se imaginan cuánto y cómo lo veneran en el resto del mundo y es justo que, siendo ahora santo de la Iglesia católica, no nos lo tengamos solo para nosotros. Ahora le pertenece a todo creyente que espera en la gracia del Señor, que anhela un pastor cercano a su propia historia y que ve en nuestro humilde obispo una respuesta del cielo. Por eso, San Óscar Romero, santo del mundo entero.
¡Alabando sea nuestro buen Dios!

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