El que crea y se bautice se salvará... La frase completa de Marcos 16,16 es la siguiente “El que crea y se bautice se salvará, el que se niegue a creer se condenará.”

Se trata de una afirmación muy seria que merece toda nuestra atención. San Pablo enseña que el pecado de Adán pasó a todos los hombres (Rm 5,12), y que, por consiguiente, nacemos privados de la gloria de Dios (Rm 3,23). Lo que tenemos que hacer, según San Pedro, es convertirnos y bautizarnos para obtener el perdón de los pecados, y poder así recibir el Espíritu Santo (Hch 2,37-38). De hecho, Cristo mandó a los apóstoles a predicar y a bautizar a todos los pueblos de la tierra (Mt 28,16s).
Por eso la Iglesia es misionera, y por eso el Bautismo es el más importante de los sacramentos. Y se facilita al máximo la administración del Bautismo, reduciendo al mínimo los requisitos. Sobre todo, si se trata de una emergencia.
Cuando hay peligro de muerte puede bautizar no solo cualquier cristiano, sino también una persona no cristiana o no creyente. Con tal de que cumpla las siguientes condiciones: que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia, y que derrame sobre la cabeza del enfermo agua natural, diciendo las palabras: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
El Catecismo de la Iglesia Católica, en sus números del 1257 al 1261, enseña que además del bautismo de agua, que es el más conocido, se puede alcanzar la salvación también por el, así llamado, bautismo de sangre, y por el bautismo de deseo.
El bautismo de sangre se aplica a quienes mueren sin haber recibido el Bautismo de agua, pero padecen la muerte por la causa de Cristo. Digamos que son bautizados por su propia muerte sufrida por Cristo. Recordemos el caso de los Santos Inocentes en Belén.
El bautismo de deseo se aplica a todos los que desean bautizarse, pero mueren antes de recibir el sacramento. Aquí se pueden incluir también aquellas personas que, sin culpa propia, no conocen el Evangelio, pero buscan la verdad y cumplen la voluntad de Dios en la medida en que pueden conocerla a través de su propia conciencia. Estas personas se salvan ya que, debido a su buena actitud, podemos suponer que habrían deseado claramente el Bautismo si hubieran conocido a Cristo.
Pero ¿qué sucede con los niños ya engendrados pero que no llegan a nacer, o con aquellos que fallecen antes de alcanzar el uso de razón?
A ellos no se les puede aplicar ninguna de las posibilidades mencionadas anteriormente. Ellos mueren sin el bautismo de agua; no mueren mártires; y tampoco han tenido tiempo de plantearse conscientemente una opción personal por la verdad y el bien.
En respuesta hay que decir, en primer lugar, que estos niños no pueden condenarse, aunque les afecte el pecado original. El pecado original significa que nacemos privados de Dios, pero es un pecado heredado, del cual no somos responsables personalmente. Solo se condenan aquellas personas que consciente y libremente, han optado por la maldad y contra el amor de Dios, sin nunca arrepentirse.
En segundo lugar, la Iglesia enseña que la gran misericordia de Dios, que quiere que todos se salven (1Tm 2,4), y la ternura de Jesús con los niños (“Dejad que los niños vengan a mí” Mc 10,14), nos permiten confiar en que también hay un camino de salvación para estos niños que mueren sin bautismo.
Pero atentos, la Iglesia también enseña que no se salvan, aunque estén bautizados, aquellos cristianos que no perseveran en el amor: Aquellos que están en el seno de la Iglesia «en cuerpo», es decir, físicamente; pero no están «en corazón», debido a que permanecen viviendo en pecado mortal (LG 14).

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