Cada uno de nosotros es responsable por un fragmento del mal. Situémonos, por un momento, ante la increíble y sucia cantidad de mal, de violencia, de mentira, de odio, de crueldad y de soberbia que infectan y arruinan a todo el mundo. Esta tremenda masa de maldad y corrupción no puede ser simplemente declarada inexistente. Tampoco puede ser ignorada o vista con resignación. La maldad debe ser superada. No es posible que se constituya en algo normal y definitivo.

 

¿Qué se puede contraponer a las fuerzas del mal que nos desbordan y nos superan? ¿Cómo encontrar, en cierto sentido, un contrapeso a la maldad?
Los cristianos sabemos que con la resurrección de Cristo crucificado y con su amor radical y sin medida, se ha creado un contrapeso ante la inconmensurable presencia del mal. Los cristianos afirmamos que ante el gran poder del mal, solo un amor infinito puede ser capaz. Solo Cristo crucificado y resucitado posee la energía que puede contrarrestar el mal y salvar al mundo.
Y solo así podemos entender el sentido de nuestros propios sufrimientos: si los integramos en el amor sufriente de Cristo, como parte del poder redentor de ese amor infinito.
Dios, sencillamente, no puede dejar como está la masa insoportable de maldad que deriva del pésimo y abusivo uso de la libertad que Él mismo nos ha concedido. Solo Dios, llegando a formar parte del sufrimiento del mundo y asumiéndolo en sí, puede redimir al mundo.
El Redentor entró en el mundo por compasión hacia el género humano. Sufre como sufre una madre al ver el sufrimiento de sus hijos. El sufrió por amor a nosotros. Semejante a una madre que está dispuesta, por amor, a pagar las consecuencias de los errores de sus hijos, con tal de librarlos del dolor. Es como ponerse delante del que lanza el golpe, para recibir el golpe y evitar que ese golpe lo reciba otro.
Dios se pone delante, como el pararrayos, para evitar que el rayo caiga sobre nuestra cabeza, y evitar que su poder destructor nos aniquile. El pararrayos tiene la capacidad de absorber la energía fatal del rayo y sepultarla en tierra. Análogamente, Jesucristo absorbe las consecuencias de la maldad con su muerte de Cruz, evita así la muerte de todos los creyentes, pero Él mismo no es destruido, no es vencido, sino que vence la muerte y la maldad.
Ocurre así la auténtica e íntima superación del mal. Superación que, en última instancia, solo puede realizarse con el amor perdonador, misericordioso e incondicional que tiene el poder de vencer el mal y transformar el sufrimiento, para justificar y rehabilitar al creyente.
El contrapeso al dominio del mal puede consistir solo en el amor divino-humano de Jesucristo que es más grande que todo el poder del mal. Pero es necesario que nosotros nos introduzcamos en ese espacio que Dios nos ofrece mediante Jesucristo.
Cada uno de nosotros es responsable por un fragmento del mal y, por lo tanto, cómplice de su poder destructor pero, unido con Cristo puede ‘completar lo que aún falta a sus sufrimientos’ (Col 1,24).

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