El hombre depende de Dios... El volcán de Fuego (Guatemala 3-06-18), nos ha hecho pensar. Sí, el mal bajo todas sus formas: inevitable, escandaloso, permanente... se extiende por todo el mundo y hace pensar. Nuestros sufrimientos, las guerras, la muerte, las masas hambrientas, el cáncer, los terremotos y las erupciones volcánicas nos plantean importantes preguntas. ¿Qué reflexión podría convencer a una madre inclinada sobre su hijo moribundo? ¿Por qué tengo que ser yo el que sufre? ¿Por qué he sido yo escogido? Y después: ¿Por qué vivir? ¿Cuál es el sentido de la vida?


La Biblia al principio dice que Dios creó todo bueno. El mal, por lo tanto, no procede de Dios. Gn 3, al narrar el pecado original explica que el mal lo ha causado la acción culpable del hombre. El pecado.
El hombre depende de Dios mucho más que un bebé recién nacido depende de su mamá. Lo más insensato que podíamos hacer, era separarnos de Él.
Sin embargo, el hombre quiso decidir por sí mismo lo que está bien y lo que está mal. La pretensión de obrar independientemente de Dios fue la causa de su propia ruina. Todo el Universo quedó trastornado. Se terminó el paraíso terrenal. Lo que heredamos es un valle de lágrimas. En lugar de encontrar la felicidad, la perdimos. El efecto de una vida sin Dios fue el dolor y la muerte.
Aquí comenzó el sufrimiento del hombre en el mundo desde entonces hasta hoy. El mal se distribuye de forma injusta: La justicia de dar a cada quién lo que merece según sus obras será en el Juicio Final.
Mientras llega el día del Juicio Final, no hay relación entre mis propios pecados y mis propios sufrimientos. No hay relación entre mis propias virtudes y mi propio bienestar material. Pero sí ha relación entre la maldad del mundo en general y el sufrimiento del mundo en general. Por eso, el sufrimiento se distribuye en forma injusta: se lleva al que encuentra, de manera que muchas veces los justos pagan por los pecadores. Es lo que le pasó a Jesús.
Sin embargo, la misma Biblia nos muestra que Dios no abandonó al ser humano. Por el contrario, Dios extendió nuevamente sus brazos para abrazar con amor a su criatura, amor que ahora se convierte en misericordia, perdón y reconciliación. Ya en Gn 3,14-15 se lee que la descendencia de la mujer (María - Jesucristo), aplastaría la cabeza de la serpiente mentirosa. El mal está sentenciado a muerte desde su nacimiento.
Dios, al crear personas capaces de amar y capaces de negarse a amar, introdujo en la creación una incógnita. ¿Cómo iría a responder el hombre? Dios se arriesgó: creó un mundo donde el mal tiene lugar, pero es un mal que puede ser vencido.
El nacimiento de Jesucristo representa, en efecto, la derrota del poder del mal en el mundo por medio del poder infinitamente superior del amor de Dios. Jesucristo representa un nuevo comienzo para la humanidad. Jesús curó a muchos enfermos y expulsó a muchos demonios. Todo esto indica que ha entrado victorioso en el mundo alguien más fuerte que el mal. Jesús vio cómo Satán caía del cielo como un rayo (Lc 10,18). El mal comenzó su retirada. Sin embargo, Dios sigue dejando crecer el bien y el mal juntos hasta el día de la siega para dar oportunidad de conversión, tal como lo muestra la parábola del trigo y la cizaña en Mt 13,24-30. Ya se abrieron las puertas del Cielo, pero no hemos llegado todavía al Paraíso.
Para S. Pablo, el mundo está, sin Cristo, en manos de poderes malignos, en esclavitud y enemistad. Cristo nos ha salvado de la cólera (Rm 5,9), ha aniquilado la muerte (1Co 15,26), y nos garantiza la resurrección final para la vida eterna. Pero todavía estamos en el tiempo de la prueba.
Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley que es la muerte, haciéndose él maldición (muriendo) por nosotros (Gal 3,13). Con la muerte de Jesús en Cruz, Dios desarmó a las potestades de este mundo (Col 2,15). Pero seguimos caminando por el desierto hacia la Tierra Prometida.
“Tanto amó Dios al mundo que le ha entregado a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca” (Jn 3,16). Sabemos que “donde abundó el pecado, sobreabundó (sin comparación), la gracia” (Rm 5,20). Sabemos también que nuestra salvación costó sangre a Jesús, el Hijo de Dios. Cristo, el único inocente, murió por todos para que todos vivan. Se ha levantado la maldición que pesaba en todo el ámbito de la historia. Ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Seguimos sufriendo los embates del mal.
(Continuará).

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