Foto de: Cristian Newman Si el origen del sufrimiento está en el pecado, ¿por qué permitió Dios el pecado?

 

Dios, al crear personas capaces de amar y capaces de negarse a amar, introdujo en la creación una incógnita. ¿Cómo iría a responder el hombre? Dios se arriesgó: creó un mundo donde el mal tiene lugar, pero es un mal que puede ser vencido.
Dios sabía de antemano que el pecado iba a causar tantas desgracias. Dios sabía que incluso iba a causar la muerte afrentosa de su propio Hijo. A pesar de todo Dios permitió el pecado. Lo hizo porque quiso respetar la libertad el hombre. Dios permitió el pecado para que el hombre tuviera la oportunidad de conocer y experimentar algo realmente nuevo: el amor redentor, perdonador y misericordioso de Dios. El ejemplo de una amistad nos ayudará a comprender esto.
Supongamos que ofendo gravemente y con toda intención a quien era mi mejor amigo. Rechazo su amistad de una forma grosera. Supongamos también que ese amigo supera la crisis y se muestra dispuesto a perdonarme y a renovar la amistad. Que, aun sin esperar a que yo manifieste el menor signo de arrepentimiento, él olvida lo pasado y me ofrece la oportunidad desinteresada de comenzar de nuevo.
En este caso, mi ofensa ha dado al amigo la ocasión de demostrarme que su amor por mí era oro puro. Si yo no le hubiera ofendido, le habría ahorrado a él un gran dolor, pero nunca habría conocido yo hasta dónde llegaba la profundidad de su amistad. Ahora tendré mucho cuidado de no volver a ofenderlo, para no perder una amistad tan valiosa. La ofensa (algo negativo) sirvió para unirnos más (algo positivo).
Este ejemplo es una pálida imagen de lo que ocurrió realmente con la amistad que Dios ofreció al hombre desde la creación. El hombre la rechazó estúpidamente y obtuvo de Dios una respuesta inesperada e inimaginable: obtuvo a Cristo.

El padre del hijo pródigo (Lc 15,11-32), permitió a su hijo irse de la casa a malgastar su hacienda (permitió el pecado), para mostrar que al culpable se le abre una renovada experiencia del amor de su padre, cuando regresa a la casa, arrepentido.

El hijo pródigo ya sabía que su papá le amaba, pero nunca se imaginó que ese amor era tan grande que, al regresar, en lugar de castigarlo, como merecía, y tratarlo desde entonces como un criado (en el mejor de los casos), lo iba a colmar de besos e iba a celebrar una fiesta en su honor, rehabilitándolo como hijo legítimo.

Dios permitió el pecado para mostrarnos que su amor por nosotros es mucho más grande de lo que jamás hubiéramos imaginado. Para perdonarnos a nosotros, no perdonó a su propio Hijo.
¿Qué se nos pide ahora a los cristianos?

Es difícil hablar de Dios en una tierra donde suceden tantas desgracias. Hay que ser realistas; las explicaciones teóricas no sirven de mucho en la práctica. Por eso, la misión principal de los cristianos y de la Iglesia consiste en ser ante el mundo, con nuestras vidas, signo viviente de la existencia de un Dios que es amor misericordioso. Nuestra misión es hacer que, en la humanidad, a pesar de todo, sea creída esta afirmación: Dios es Padre, Dios es Amor.

Porque nos dirán: “¿Qué padre es aquél que, pudiendo remediar la situación, permanece, como parece, sin mover un dedo, viendo la tortura de sus hijos?”

¿Qué respuesta dar? Porque si no somos capaces de dar una respuesta adecuada, ¿cómo podremos salir proclamando que Dios es amor? La respuesta al mal existe, pero es costosa. La única respuesta posible es la misericordia. Me explico: Si un hombre que sufre mucho maldice a Dios al ver la enorme extensión del mal en el mundo y ante este hombre pasa un cristiano auténticamente misericordioso, uno que se sabe que podría vivir diversamente, pero que ha decidido hacer algo mejor todos los días de su vida. No sólo servir y ayudar a los que sufren, sino que ha elegido participar en sus sufrimientos, compartir su situación, ser su esperanza, hacer de manera que no pierdan el coraje, que no se rindan ni se desanimen (como hizo Cristo): si ante el blasfemo pasa uno de estos hombres misericordiosos, le veremos enmudecer.

No sabrá qué decir. No porque haya desaparecido el escándalo de los sufrimientos injustos, pero la misericordia realmente vivida, tangible, es como la manifestación del Absoluto que no se ve, pero es testimoniado por esta misericordia actuante. No ha visto a Dios, pero ha visto un signo del amor de Dios.

Es como si estuviéramos en pleno desierto muertos de sed y en un cierto momento aparece un oasis con una fuente de agua: ¡qué alivio! No se sabe dónde puede estar esa reserva de agua, pero se sabe que existe. No vemos a Dios, pero sabemos que existe. No hay duda de ello, aunque seguimos encontrándonos en medio del desierto, hemos visto un destello de la luz divina. La fuente de agua en medio del desierto habla, quita toda duda.

Tenemos que ser esa agua, esa luz, esa sal que testimonia, con obras de misericordia, que Dios es amor y lo veremos cara a cara en su momento.

Es la fe la que nos da la certeza de que a pesar de todo Dios es amor. Esa fe hay que testimoniarla con el amor y la misericordia, antes que con las palabras. También con las palabras, pero sobre todo con el amor y la misericordia.

Compartir