Jesucristo Redentor.- El mundo moderno intenta redimirse a sí misma por sus solas fuerzas. Por eso ha conocido algunos de los fracasos más desoladores que registra la historia: Destrucciones masivas en guerras devastadoras, utilizando el desarrollo científico y tecnológico para la aniquilación de millones. Son claramente advertencia de que el poder del Maligno es real.

 

La verdadera razón de ser de la cruz de Cristo es que ha pagado por nosotros la deuda de Adán y, derramando su sangre canceló el recibo del antiguo pecado. Cristo nos ha rescatado no con oro o plata sino con su sangre preciosa, como la de un manso cordero (1Pe 1,19). “Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45). Jesús interpreta su propia muerte como designio del Padre para la salvación de la humanidad. Lo muestran las palabras de la última cena: “Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes... Este es el cáliz de la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por ustedes” (Lc 22,19-20).

Jesús interpreta su destino como quien va a la muerte para ser “traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes” (Is 53,5), y por nosotros “entrega su vida como expiación” (Is 53,10).

La cruz muestra a qué precio hemos sido comprados. Es la suprema revelación del amor de Dios por nosotros, porque “nadie tiene más amor que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

Dios nos demostró su amor en que “siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8). La carta a los Hebreos interpreta la muerte de Jesús y su glorificación por el Padre, como ejercicio sacerdotal y entrada en el santuario celestial “para ponerse ante el Padre, intercediendo por nosotros” (Hb 9,24).

La primera carta de Juan dice que el amor de Dios se ha manifestado “no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10). San

Pablo nos exhorta a ser consecuentes con el precio de sangre del rescate: “Habéis sido comprados a buen precio. No os hagáis esclavos de los hombres” (1Co 7,23).

Jamás hubiera imaginado el entendimiento humano que Dios pudiera despojarse de sí mismo en modo tal que Cristo, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2,6-8). El Resucitado explicó a sus discípulos, sumidos en el desánimo, que la muerte del Mesías tenía un sentido salvífico, y así estaba anunciado en las Escrituras. Les dijo: “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria? Y comenzando por

Moisés y siguiendo por todos los profetas, le explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras” (Lc 24,26-27).

En la cruz de Jesús, el Padre ha descargado sobre su Unigénito los sufrimientos de la humanidad y, al quedar Jesús suspendido de la cruz, ha recapitulado en sus heridas el dolor inmenso que el pecado ha acarreado a los hombres.

Dios ha realizado así nuestra reconciliación. Porque, en verdad “Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación” (2Co 5,19).

No fue Jesús víctima de una muerte accidental tramada contra él y no prevista, sino que aceptó con voluntad libre la muerte al cumplir su misión de Enviado del Padre dispuesto a padecer por nosotros: “Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre” (Jn 10,18).

Por eso podemos decir con la confianza puesta en quien vertió su sangre por nosotros: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Rm 8,35).

Jesucristo, por la fuerza de su Espíritu obra ya en los corazones de los hombres, no solo suscitando el anhelo del más allá, sino también animando, purificando y fortaleciendo aquellos propósitos generosos con que la familia humana intenta hacer más humana su propia vida en la tierra (GS 38). Cuando falta esta mirada de fe, no hay respuesta al grito, desesperado tantas veces, de quienes padecen el sufrimiento y buscan verse libres de él. Si Cristo no hubiera resucitado, la pregunta por el sentido de la vida quedaría sin aquella respuesta que otorga a todas las víctimas del mundo, la certeza de que, a pesar de todo,

Dios les hará la justicia.

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