Con su poder divino ha resucitado, y ha vencido así a nuestros enemigos, el pecado, el mal, la muerte y el Maligno. Los sufrimientos de Cristo en su pasión y muerte de cruz, siendo sufrimientos de Dios hecho hombre, y siendo Él inocente, nos resultan incomprensibles, porque son tremendos e injustos. ¿Por qué tuvo que suceder?

No porque Dios fuera, de alguna forma, vencido o derrotado por alguien: “Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla” (Jn 10,17-18).

Entonces, ¿por qué tuvo que suceder? La Escritura dice que Cristo murió en expiación por nuestros pecados.

Queda patente, así, la gravedad del pecado; ese pecado que a veces cometemos con tanta facilidad y ligereza. Qué tremenda debe ser la gravedad del pecado si, para redimirlo, Dios se hizo hombre, conoció el sufrimiento y murió en una cruz

La ofensa a un Dios bueno e infinito, del cual sólo recibimos bienes, es una ingratitud incomprensible, es una monstruosidad.

Por otra parte, el ser humano, que había sido creado con una altísima dignidad, a imagen y semejanza de Dios, al separarse de Dios por el pecado queda en una situación muy lamentable, digna de lástima. ¿Qué hemos ganado con el pecado? Constituye un completo fracaso.

Sin Dios, el ser humano no es nada. El pecado supone una caída muy abajo y una pérdida incalculable. Supone la aparición de algo nuevo que Dios no había creado: Supone la aparición del sufrimiento y de la muerte.

¡Qué estupidez y qué ceguera pretender que la felicidad se alcanza lejos de Dios! ¿Qué hemos conseguido en realidad? ¿Qué mundo hemos creado? Un mundo de guerras, injusticias, torturas, exterminio, robos, asesinatos, mentiras, abusos, violencias, desprecios, hipocresía, falta de escrúpulos, maldades, desobediencias, despilfarro, pereza, agresiones, prepotencia, impiedad, arrogancia, burlas, humillaciones, calumnias, bajezas, brutalidades, vicios (drogas, borracheras), rebeldías, corrupción, envidias, odios, egoísmos, soberbia, incomprensiones, materialismo,...

Sólo en el ámbito de la sexualidad: impurezas de todo tipo, fornicaciones, adulterios, prostitución, homosexualidad, infidelidades, violaciones. Y, como consecuencia, SIDA, adolescentes embarazadas, mujeres maltratadas, mujeres abandonadas, maridos abandonados, cónyuges engañados, matrimonios apresurados, hijos del divorcio, niños abandonados, niños que crecen sin el cariño de alguno de sus progenitores, niños abortados,...

¡Qué postración y qué indignidad! ¡Qué vileza! Realmente la humanidad se ha embrutecido. Hemos tocado fondo. ¡Cuánta perversión y maldad! ¡Cuánta corrupción y cuánto sufrimiento!

Desengañémonos: las sonrisas de la publicidad y de Hollywood son falsas; son actuaciones de profesionales. Tratan de ocultar la cruda realidad.

Repitámoslo: ¡Qué tremenda debe ser la gravedad del pecado (ese pecado que cometemos reiteradamente con tanta facilidad) si para redimirlo, Dios quiso hacerse hombre para conocer el sufrimiento y morir en una cruz!

Pero aparece entonces con mayor claridad qué grande es el amor de Dios por nosotros. Pues en lugar de decirnos 'tienen lo que merecen; sufran las consecuencias de sus actos', no, Él ha querido rehabilitarnos, devolvernos la dignidad perdida, pagar nuestra deuda por tanta injusticia cometida, hacernos hijos suyos, perdonarnos, rescatarnos, liberarnos, salvarnos.

Con su poder divino ha resucitado, y ha vencido así a nuestros enemigos, el pecado, el mal, la muerte y el Maligno. ¡Victoria! Es lo que celebramos en Pascua. La resurrección de Cristo ha supuesto un cambio trascendental. Significa que el bien vence sobre el mal, que hay una salida, una esperanza, un respiro. Otra oportunidad. Dios nos ofrece la posibilidad de un nuevo nacimiento, como una nueva creación, a fin de ser criaturas nuevas que dejan atrás la pesadilla del pecado y sus esclavitudes, para poder experimentar una vida nueva, en libertad. Como quien recupera la inocencia perdida y comienza de nuevo. Dios nos ama a pesar de todo y nos tiende la mano.

¿No se conmoverá nuestro corazón ante tanto amor? ¡Cómo no vamos a estar alegres y felices! No podemos quedar indiferentes ante estos acontecimientos. ¿Seremos tan obstinados que volveremos a pecar alejándonos otra vez de Dios? ¡Jamás! Ya estamos escarmentados.

Por el contrario, aceptamos conmovidos y agradecidos Su ofrecimiento y confiamos en Él por completo, desconfiando, más bien, de ofertas y promesas como las que la serpiente hizo a Eva. Desconfiamos también de nosotros mismos. Nos abandonamos a Él con una fe total. Él es el único Señor de nuestras vidas. Y, de hoy en adelante, imitamos su obediencia, su humildad, su servicialidad, su bondad y su amor. Saciaremos en Él nuestra sed de felicidad, en lugar de buscar lo que no sacia. Vale la pena ser bueno, aún en medio de tanta maldad. Seremos personas piadosas, de oración, de Iglesia, pacientes, serviciales, puras.

Seremos discípulos y misioneros. Buenos discípulos y, por tanto, misioneros. Porque aún hoy hay personas, no muy lejos de nosotros, que permanecen en la oscuridad pues no han recibido la buena nueva de que Dios nos ama y Cristo ha resucitado venciendo el pecado, la muerte y el Maligno. No conocen el Evangelio, y por eso sufren.

 

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