Hablar de que la Santísima Trinidad habita en nosotros es lo mismo que hablar de nuestra filiación divina. El fin de esta unión vivificante es transformarnos en la imagen del Hijo y conducirnos al Padre. / Fotografía: Cathopic Jn 14,23: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.
Jn 6,56: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.
San Pablo llama a los cristianos templos del Espíritu Santo.

La Trinidad habita en nosotros.
Nuestra relación con las tres divina Personas se fundamenta en el hecho de que, por la fe y el bautismo, somos hechos hijos de Dios.

Es iniciativa de Dios Padre querer hacernos hijos suyos a través de su Hijo único y por la efusión del Espíritu Santo.

¿Qué significa que Dios Padre habita en nosotros junto con el Hijo y el Espíritu Santo?
Si somos hijos de Dios lo debemos a la iniciativa paternal de Dios que ha querido amarnos a nosotros al amar a su Hijo único.

Es el Espíritu Santo el que nos incorpora a Cristo a través de los sacramentos. Justamente al insertarnos en Cristo participamos de su filiación divina. Nos insertamos en Cristo como a rama en el tronco (Jn 15,1ss).

Los cristianos somos hijos del Padre en la medida en que estamos unidos al Hijo, al ser miembros de Cristo.

Una vez incorporados a Cristo por el bautismo, somos amados por el Padre dentro del mismo amor con el que el Padre ama a Cristo. Eso es la Gracia. La gracia nos introduce en el seno mismo de la Trinidad.

El Hijo está en el Padre y si nosotros estamos en Cristo, tenemos una relación filial con el Padre. Porque participamos de lo que el Hijo es en sí mismo.

Participamos de la filiación del Hijo por medio del Espíritu Santo. De manera que podemos con toda verdad llamar a Dios, Padre. Por eso nos atrevemos a decir: “Padre nuestro”.

Hablar de que la Santísima Trinidad habita en nosotros es lo mismo que hablar de nuestra filiación divina. El fin de esta unión vivificante es transformarnos en la imagen del Hijo y conducirnos al Padre.

Es algo humanamente inimaginable pero que revela la grandeza inaudita de ser cristianos: Repito, somos amados por el Padre dentro del mismo amor con que el Padre ama a Cristo.
Hablamos poco de esto, tal vez porque no es fácil. Pero tenemos que saber estas cosas porque definen nuestra identidad más profunda. No podemos vivir ignorando quiénes somos de verdad.

El ser humano que se encuentra en Gracia, está metido verdaderamente en Dios, introducido a participar de la vida divina. Es la vida en el Espíritu Santo. Cuanto más se vive en Dios, más se enriquece y potencia la personalidad humana. Supone participar en la vida del Hijo, de Cristo.

Estamos introducidos en la filiación del Verbo. Solo Él posee la misma naturaleza que el Padre. Nos faltan las palabras. “Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, y lo seamos” (1Jn 3,1-2). Este es el fundamento de la vida espiritual.

Nunca podremos alcanzar una completa comprensión de esta realidad. Sin embargo, conocerla debe orientar decisivamente nuestra vida.

Es una audacia impensable si no fuese el mismo Cristo el que nos lo ha confiado: “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,1-6).

 

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