La legalización del aborto y de la fecundación in vitro, aumenta la naturaleza del mal. En adelante el aborto está amparado por una ley perversa. El aborto y la eutanasia son el resultado de la actividad integrada de diversos socios: médicos, farmacéuticos, enfermeras, profesionales no médicos, todos ellos actuando de manera concertada y, por tanto, como cómplices.

Por otra parte, estos actos a menudo están legalizados. En este caso lleva también un principio de discriminación social entre aquellos a los que se les permite nacer y aquellos a los que se puede eliminar. Se utiliza la ley para ponerla, no al servicio del bien, sino al servicio del mal. El número de las víctimas del aborto es tan elevado que debemos hablar de una guerra contra los seres humanos más débiles. Que estemos en estado de guerra lo atestiguan los cerca de cincuenta millones de abortos que se realizan cada año según las estimaciones de la Organización Mundial de la Salud.

Por eso es urgente esclarecer la conciencia moral de los hombres políticos.

El aborto se lleva a cabo hoy, en una estrecha red de cómplices. Desde el legislador hasta el médico, pasando por el juez. Sobre todo, si recordamos los abortos que se comenten en el proceso de fecundación in vitro, donde se destruyen embriones humanos. La acción de todos converge hacia el mismo objetivo: suprimir deliberadamente una vida inocente y, si es posible, con protección legal.

Juan Pablo II habla de una conspiración o conjura contra la vida (Ev. Vitae). Todos colaboran y se ayudan entre sí para cometer un mal grave.

Una ley que legitima el crimen. Lo más grave es la institucionalización jurídica de la fecundación in vitro y del aborto. El derecho, que debería ser la fortaleza contra la injusticia y el crimen, se convierte en su instrumento y legitimación.

La legalización del aborto y de la fecundación in vitro, aumenta la naturaleza del mal. En adelante el aborto está amparado por una ley perversa. Al término de esta farsa de la justicia, hacer el mal se convierte en un derecho. Esto conduce a una perversión del Derecho, y a una perversión del poder político del Estado. Los Estados dejan de ser democráticos pues no respetan el primero de los derechos humanos: el derecho a la vida.

Esta injusticia causa un perjuicio gravísimo a la sociedad. El aborto no se mantiene, como de alguna manera sucedía antes, en la esfera de lo privado. La legalización del aborto añade a éste una dimensión públicamente criminal.
Los responsables políticos que concurren en la elaboración de estas leyes son objetivamente cómplices del grave mal que van a ejecutar otros.

No es la mano del legislador la que mata directamente (ni la de la mayoría de los tiranos). Sin embargo, es el legislador el que no sólo se niega a proteger la vida, sino que predetermina la muerte de muchos.

Ciertos políticos se proclaman públicamente católicos y luego se declaran favorables a la legislación de la fecundación in vitro y del aborto. Estos políticos engañan a sus electores pues se presentan ante ellos como católicos y luego se unen al bando donde su promueve la muerte.

Prefieren satisfacer a los hombres antes que a Dios. Deberían recordar que no se puede servir a dos señores.

Aquí la objeción de conciencia y la desobediencia cívica aparece como un deber.

Los que están directamente comprometidos en las instancias legislativas tienen una obligación grave y precisa de oponerse a toda ley que resulte ser un atentado contra la vida humana. Tanto ellos, como los demás cristianos, no pueden participar en ninguna campaña a favor de tales leyes, y nadie debe apoyarlos con su voto.

El signo más palpable de que un poder, quizá legítimo en su origen, va derivando hacia el totalitarismo, es que ese poder empieza a atacar a los inocentes. Semejante poder debe ser denunciado y combatido. Se trata de una concepción perversa de la democracia.

 

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