¿No es normal que tengamos alegría dentro de nosotros, cuando nuestros corazones descubren de nuevo, por la fe, sus motivos fundamentales de la vida? La alegría cristiana es un don del Espíritu Santo: “Los frutos del Espíritu Santo son: Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí” (Gal 5,22).

Es un don que hay que pedir.
Los ángeles, la noche de Navidad, proclaman: “Les anuncio una gran alegría” (cf. Lc 2,10). La Virgen María recibió el anuncio del ángel Gabriel y en su Magnificat proclama: “Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”. Juan Bautista había saltado de gozo en presencia del Mesías, cuando aún estaba en el seno de su madre (cf. Lc 1,44).

Jesús exalta de buena gana la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla un tesoro escondido; la del pastor que encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de los invitados al banquete, la alegría de las bodas; la alegría del padre cuando recibe a su hijo pródigo; la de la mujer que acaba de dar a luz.

Jesús mismo manifiesta su satisfacción y su ternura, cuando se encuentra con los niños, con el joven rico, que cumplía los mandamientos; con amigos que le abren las puertas de su casa como Marta, María y Lázaro.

Si Jesús irradia esa alegría, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo, este amor se hace manifiesto: «Tú eres mi hijo amado, mi predilecto» (Lc 3,22). Es un conocimiento íntimo el que lo colma: «El Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10,15).

Por esto mismo los discípulos se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al ver al Señor, el día de Pascua de resurrección.

Pero sucede que, aquí abajo, la verdadera alegría no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor: la Eucaristía. Ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, pero adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su vida y en su gloria. Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común, no queda sin embargo reducido a buscar su camino a tientas, ni a ver en la muerte física el fin de sus esperanzas.

La alegría pascual es la de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu Santo, para que habite en ellos.

Entonces podemos gustar la alegría propiamente espiritual, que es fruto del Espíritu Santo (cf. Rom 14,17; Gál 5,22): consiste esta alegría en que el espíritu humano halla reposo y una satisfacción íntima en la posesión de Dios trino.
Esta alegría espiritual, mientras estemos aquí abajo, incluirá siempre en alguna medida la dolorosa prueba de la mujer en trance de dar a luz. Lágrimas y gemidos, mientras que el mundo hará alarde de una satisfacción, que es falsa en realidad.

Pero la tristeza de los discípulos se cambiará pronto en una alegría espiritual que nadie podrá arrebatarles (cf. Jn 16,20-22; 2Cor 1,4; 7,4-6).

«Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1, 46-48). María está presente al pie de la cruz, asociada de manera eminente al sacrificio del Siervo inocente, como madre de dolores. Pero ella está a la vez abierta sin reserva a la alegría de la Resurrección.

La conversión que Jesús pide no es un paso hacia atrás, como sucede cuando se peca. «Vengan a mí cuantos andan fatigados y abrumados de carga, y yo los aliviaré. Tomen y cargad mi yugo; háganse discípulos míos, pues yo soy de benigno y humilde corazón; y hallarán reposo para sus almas» (Mt 11,28-29).

En efecto, ¿qué carga hay más abrumadora que la del pecado? ¿Qué miseria más solitaria que la del hijo pródigo? Por el contrario, ¿qué encuentro hay más emocionante que el del Padre, paciente y misericordioso, y el del hijo que vuelve a la vida?

La presente crisis del mundo, caracterizada por un gran desorientación de muchos jóvenes, es propia de una civilización consumista, hedonista, materialista.

La actual generación, después de haber sentido la amarga decepción del vacío espiritual de falsas novedades, de ideologías ateas, ¿no llegará a descubrir la novedad segura e inalterable del misterio divino revelado en Cristo Jesús?

Los invitamos, jóvenes, a volverse más atentos a las llamadas interiores que surgen en ustedes. Los invitamos con insistencia a levantar sus ojos, su corazón, sus energías nuevas hacia lo alto.

¿No es normal que tengamos alegría dentro de nosotros, cuando nuestros corazones descubren de nuevo, por la fe, sus motivos fundamentales de la vida? Estos son sencillos: Tanto amó Dios al mundo que le dio su único Hijo; por su Espíritu, su presencia no cesa de envolvernos con su ternura y de penetrarnos con su vida; vamos hacia la transfiguración feliz de nuestras existencias, siguiendo las huellas de la resurrección de Jesús. Sí, sería muy extraño que esta Buena Nueva, que suscita el aleluya de la Iglesia no nos diese un aspecto de salvados y resucitados.

Este es el Espíritu que impulsa hoy a numerosos discípulos de Cristo hacia el servicio humilde y gozoso de los desheredados y de los marginados de nuestra sociedad.

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