Cuando se oscurece la imagen del ser humano, se oscurece también la imagen del matrimonio y de la familia. / Fotografía: Cathopic - María Fernández Santos Estamos imbuidos en una cultura de la muerte anclada en la llamada revolución sexual, influida por la ideología de género, presentada jurídicamente como ‘nuevos derechos’ y difundida a través de la educación en los centros escolares.

Varias sombras se extienden sobre nuestra sociedad: Las prácticas abortivas, las rupturas matrimoniales, la anticoncepción, las esterilizaciones, las relaciones sexuales pre- y extra-matrimoniales, la prostitución, la violencia doméstica, la adicción a la pornografía, la fascinación de un “amor libre” (libre de cualquier compromiso), la igualación de las uniones homosexuales al matrimonio, la fecundación in vitro,...

Estas sombras han aumentado de tal manera que no parece exagerado afirmar que la nuestra es una sociedad enferma. Detrás prolifera la absolutización subjetiva de la libertad que, desvinculada de la verdad, termina por hacer de las emociones la norma del bien y de la moralidad.

Cuando se oscurece la imagen del ser humano, se oscurece también la imagen del matrimonio y de la familia. No es difícil constatar cómo la banalización de la sexualidad conduce a una percepción incompleta del matrimonio y de la familia.

Detrás existen algunos mensajes ideológicos. Es el caso de la “ideología de género” las teorías “queer”, teoría del “cyborg” (organismo cibernético, híbrido de máquina y organismo), el transhumanismo.

Ante estas nuevas circunstancias debemos proponer a los católicos, de manera particular a los padres y educadores, los principios fundamentales sobre la persona humana sexuada, sobre el amor esponsal propio del matrimonio y sobre los fundamentos antropológicos de la familia.

De la autenticidad con que se viva la verdad del amor en la familia depende, en última instancia, el bien de las personas, quienes integran y construyen la sociedad. Se trata de la verdad del amor o el amor verdadero.

El hombre ha sido creado a imagen de Dios en todas las dimensiones de su humanidad. En el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza: la naturaleza humana.

Pero ésta existe necesariamente como hombre o como mujer. La persona humana no tiene otra posibilidad de existir. El ser humano es, en su totalidad, masculino o femenino. La dimensión sexuada, es decir, la masculinidad o feminidad, es inseparable de la persona. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de la sexualidad.

Como imagen de Dios, el hombre es llamado al amor como espíritu encarnado, es decir, alma y cuerpo en la unidad de la persona, como persona humana sexuada. Por eso si la respuesta a esa llamada se lleva a cabo a través de la sexualidad, uno de sus constitutivos esenciales es la apertura a la transmisión de la vida.

El hombre es para la mujer y esta es para el hombre, y los padres para los hijos. Respetar la dimensión unitiva y fecunda en el contexto de un amor verdadero es una exigencia de la donación que hace el hombre a través de la sexualidad.

El amor conyugal es un amor “comprometido”. Tiene unas características que lo distinguen de otras formas de amor: las de ser total, fiel, exclusivo y abierto a la vida.

Por el matrimonio se establece entre el hombre y la mujer una alianza por la que «ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6; cf. Gé 2, 24). La alianza que se origina no da lugar a un vínculo meramente visible, sino también jurídico (obligaciones y derechos). Requiere, por parte de los contrayentes, la decisión de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la voluntad.

Los esposos se “deben” amor, porque, se lo han prometido mutuamente al casarse.

El amor conyugal se caracteriza por una entrega de la totalidad de la persona. Solo un ámbito de fidelidad e indisolubilidad, así como de apertura al don divino de la vida, es el adecuado a la grandeza y dignidad del amor matrimonial.

El amor conyugal ha de abarcar la persona de los esposos en todos sus niveles, integrando esas dimensiones de una manera definitiva. Los esposos han de compartir generosamente todo, sin reservas y cálculos egoístas. Quien ama de verdad a su propio cónyuge no ama solo por lo que de él recibe, sino por sí mismo.

Por este mismo motivo el amor conyugal no puede sino ser fiel y exclusivo. Comporta la donación recíproca sin reservas ni condiciones; y entraña que se excluya cualquier intromisión de terceras personas –a cualquier nivel: de pensamientos, palabras y obras– en la relación conyugal.

Estas características del amor son inseparables: Corresponden a la verdad del amor o del amor verdadero.

 

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