¿Quién puede permanecer indiferente ante su persona cuando nos muestra en qué consiste la salvación? ¿Nos hemos puesto a pensar lo que implica que Jesús haya pretendido que con él ha llegado el Reino de Dios tan esperado por la humanidad? ¿La pretensión de ser él mismo el Reino de Dios en persona?

Esto hace que Jesús se convierta desde el principio en ‘señal de contradicción’. Porque hace que la decisión a favor o en contra de Jesús equivale a la decisión de acogida o rechazo de Dios. De hecho, Jesús desafió al pueblo a que tomara postura frente a su persona y su mensaje.

Siendo judío y ateniéndose a las prácticas de la piedad judía, Jesús manifestó una autoridad soberana frente al sábado, frente a las leyes de la pureza. Osó perdonar los pecados, lo cual es prerrogativa de Dios. Por lo cual fue acusado de blasfemia. Pretendió que su autoridad estaba por encima de la Ley: “Han oído que se dijo a los antiguos... pero, en cambio, yo les digo...”. La gente se asombra de su autoridad.

Y pretendió tener una intimidad singular con Dios, a quien llama Padre, hasta ponerse en el mismo plano e incluso en lugar de Dios: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9).

La pretensión de Jesús se expresa también en la invitación a su seguimiento. Llamó a los que quiso diciéndoles ‘Sígueme’. Se trata de un seguimiento que hace a sus discípulos partícipes de su autoridad, de su misión, de su vida, de su destino. El seguidor tiene que abandonar todo y tiene que jugarse la vida por el Reino de Dios.

Su doctrina contiene una exigencia inaudita que hace saltar todos los esquemas preexistentes. En Él nos las tenemos que ver con Dios. En él uno se encuentra el juicio de Dios. No hay título que exprese lo que todo esto significa.

Aquí hay alguien mayor que Jonás, mayor que Abrahán, Moisés, David o Salomón. Y todo esto lo hace sin jactancia. Él se pobre. Está entre sus discípulos como quien serve: les lava, de hecho, los pies.

Para sus seguidores, Jesús se convierte en una propuesta de vida nueva.
Y Jesús anuncia no sólo los derechos de Dios, sino también los derechos y destino de la creación. Anuncia, sobre todo, el destino, la vocación y los derechos de todo ser humano. Indica también lo que su persona significa para la humanidad.

¿Quién puede permanecer indiferente ante su persona cuando nos muestra en qué consiste la salvación? Se trata de la realización plena del ser humano, es la estatura suprema de la humanización. El éxito y el fracaso de la existencia humana dependen de la actitud que se adopte frente a su persona.

Su amor por la humanidad le costó la vida. Pagó con su vida: “Han sido comprados a buen precio” (1Co 6,20). Y ese rescate se concluyó en la victoria de Cristo sobre la muerte, en su resurrección victoriosa.

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