misiones salesianas 231

Domingo: llovizna continua de varios días que deriva en frío húmedo. Gran misa en la aldea Ichab: trece hombres y mujeres reciben el mandato de servir como ministros extraordinarios de la eucaristía; ochenta misioneros inauguran una semana de misión en las doce aldeas cercanas.


La amplia iglesia está desbordada de fieles. Han llegado en grupos, cantando y rezando, con estandartes, desafiando la llovizna y el barro. Algunos grupos vienen con su banda escolar.

La celebración eucarística se desenvuelve en un clima de oración concentrada. El grupo musical enciende el entusiasmo de la asamblea litúrgica. Los qeqchíes son incansables si de cantar se trata.

La piedad indígena se nutre de símbolos: procesiones, imágenes, agua bendita, candelas, oraciones en voz alta. Todo en profusión.

El área del altar parece más un escenario de teatro: alto, amplio. En su momento allí subirán los ministros a recibir el copón simbólico con el que llevarán la eucaristía a sus comunidades. Por allí desfilarán los ochenta misioneros: con una ramita rocío agua bendita sobre la cabeza de cada quien. Esta última ceremonia no estaba programada, pero la incorporé a última hora. Por poco me arrepiento de esa iniciativa al constatar que el desfile no terminaba de concluir y mi brazo daba alguna señal de alarma.

El evento había sido preparado cuidadosamente. Una ornamentación interna muy propia de esta cultura indígena: alfombra de agujas de pino a lo largo de la nave central, enormes floreros rebosantes de grandes flores coloridas propias del lugar, la pared detrás del altar ornamentada con hojas de pacaya cuidadosamente cortadas.

La misa dura dos horas. Nadie tiene prisa. En el mismo recinto sagrado se distribuirá, al final, un plato y una bebida para cada asistente. Los principales, incluido yo, comemos en la amplia cocina, apretujados, en medio de un ir y venir de servidores afanosos.

Terminado el sobrio almuerzo, comienzo con las despedidas. Imposible saludar a más de mil personas. Yo abordo mi “picop” que luchará con denuedo por la estrecha calle empedrada, que ahora está lisa y lodosa. La gente, en cambio, se queda porque viene la distribución de los misioneros. Cada aldea se llevará consigo a los suyos, quienes durante una semana visitarán de día cada familia y por la tarde se reunirán para orar, escuchar el mensaje cristiano y cantar hasta decir basta.

Esa llovizna helada que no cesó bien podría ser el símbolo de la abundante gracia divina que caerá sobre estos corazones generosamente abiertos al alegre mensaje de la salvación.

 

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