© cathopic Hay cosas que dan tristeza, pero que ayudan a reflexionar. Por ejemplo, en juegos infantiles el hermano mayor (de unos 7 años de edad) golpea en la cara y tumba al pequeño (de unos 2 años) y apenas y aparta la vista de la pantalla para no perder el videojuego que tiene en curso en la televisión.



El golpe fue circunstancial y al chiquito le pasó factura ese comportamiento tan común de querer ser casi sombra del hermano mayor. El golpe no es el problema, porque fue un accidente. Pero la indolencia del hermano mayor sí es el problema, porque se asume que, como fue “sin querer”, no es necesario preocuparse, porque el curso del videojuego (una necesidad personal, no vital) es más importante que saber si su hermano está bien y ofrecerle una disculpa. Y la indolencia del hermano mayor es un problema más grande cuando los adultos responsables del niño tampoco demuestran ningún interés por aprovechar el accidente para modelar una escala de principios en la que esté arriba el bienestar de las personas, de los más pequeños, en donde la empatía y el cariño se vuelcan para verificar que quienes amamos estén bien.

Un episodio familiar como este puede poner en evidencia las carencias de una sociedad. Ensimismados todos en nuestros propios intereses, nos pasamos llevando a los de al lado. En el menos ofensivo de los casos, pasa que ni nos habíamos imaginado cómo podíamos perjudicar a alguien y somos el hermano mayor que ni siquiera considera una disculpa. Y, en el peor de los casos, somos los papás: como nosotros no le dimos el puñetazo al otro y como no fue algo grave, seguimos en lo nuestro. Ya ellos se arreglarán y así aprenderán por su propia cuenta, qué es más efectivo, ¿no?

No. Esas dos cosas se llaman indolencia e indiferencia. Nada debería funcionar así porque el bienestar de los más pequeños, indefensos y vulnerables es nuestra responsabilidad, impuesta por el mismo Jesucristo. Es nuestro deber preocuparnos por garantizar que nuestras acciones individuales, familiares, laborales y sociales en la calle, no vayan a perjudicar a nadie, principalmente a los más vulnerables. Es nuestro deber hablar y no permitir que la acción de alguien ponga en riesgo a los demás, los perjudique, se aproveche de ellos o les quite la vida.

La indolencia y la indiferencia ante el dolor ajeno nos hacen mal como sociedad, nos desconectan de la humanidad, nos alejan del bienestar y nos engullen en la supervivencia individual que, poco a poco, acaba con el tejido de solidaridad y nos convierte en una comunidad de vecinos desconocidos entre sí, en ciudadanos que eligen gobernantes aprovechados, indolentes, xenófobos y nos llevan hasta protagonizar y defender guerras que masacran a la humanidad. Ese no es el camino.

Los seres humanos somos una familia y, como tal, nos tenemos que cuidar unos a otros, nos debemos al bienestar de los más pequeños, los más vulnerables. Asumamos bien esa responsabilidad y comencemos en casa, para que la vida en familia, entre vecinos, en el colegio, y en cada país comience a cambiar.

 

 

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