educar-como-DB-2-bscam El mayor miedo que tienen los padres antes de tener un hijo es que, después, lo tienen de verdad. Y un hijo no es un muñeco, ni un pequeño robot, y mucho menos un juguete… Cuando un niño se enoja, no se puede apretar un botón para tranquilizarlo y hacerlo cambiar.

La salmodia de los padres que se sienten “devorados” por sus hijos llega a todos los espacios de la vida: “mi hija tiene dos años, me sigue por todas partes y no para nunca de preguntarme cosas”; “todos los días se rebela; estamos siempre en conflicto. Cuando no puedo más, la encierro en su habitación. Es una lucha continua, extenuante.” “Llora por nada. Tengo los nervios hechos pedazos”; “crea problemas por cualquier cosa, siempre dice que no a todo, es violenta, llora, grita, se tira al piso; nunca consigo que haga las cosas con tranquilidad”; “Van tres años que no puedo dormir una noche entera”; “MI hija anda detrás de mi todo el día: no me deja un segundo; está siempre pegada a mí. Me chupa la sangre desde que nació”.

 

Es cierto; muchos padres tiene la sensación de que los hijos los “devoran”, y se nutren de manera exagerada de su tiempo, de sus atenciones, de su dinero, y hasta de su propia vida. Permitir que esta sensación llegue a ser algo permanente en las relaciones cotidianas puede hacer que la vida sea muy pesada, y puede crear un efecto “túnel” muy pernicioso. Los padres pueden sentirse “usados” y, entonces, no disfrutar el tiempo que pasan con sus hijos, alejando o haciendo muy difícil la posibilidad de regalarles gestos de amor y ternura.

Para estas situaciones, pueden ser útiles algunas sencillas reflexiones.

 

1. Librarse de los estereotipos que condicionan y mortifican. Liberarse del estereotipo de la “mujer orquesta”, que divide su tiempo entre sus hijos, su esposo, su trabajo; siempre tranquila y disponible, todo amor para sus seres queridos. Liberarse del estereotipo del “hombre dinámico”, que divide su tiempo entre su esposa, sus hijos y su trabajo, que “sobrevive” alegremente entre el celular, el cochecito de su bebé y los juguetes. Liberarse del estereotipo de la familia “molino blanco”, donde todo es perfecto, el sol brilla desde el comienzo del día y todos son hermosos, gentiles y alegres.


Hay que tomar en serio la realidad: nadie ha dicho que ser padres es cosa fácil. Pero no por eso hay que considerarlo un trabajo forzado: no se es padre por deber. Es normal sentirse cansados, nerviosos, consumidos por quienes viven con nosotros. Aprender a convivir implica aprender a administrar la propia agresividad. No hay amor verdadero sin un tratamiento adecuado de la agresividad, que permita superar los conflictos, los desencuentros y las críticas, tanto en las relaciones entre padres e hijos, como en las relaciones de pareja o de amistad.


Los padres tienen derecho a resoplar. Más aún; tienen que tener posibilidades de expresar y, sobre todo, de compartir sus propios desasosiegos. No hay que mantener todo escondido y, mucho menos, hacerlo pesar sobre los hijos. Es muy importante recordar y contar a menudo los momentos felices y las emociones intensas que se vivieron con los hijos. El poder del recuerdo es transformador.

 

2. Amar no significa dar todo y permitir todo. Ser buen padre no quiere decir aceptar cualquier cosa. No quiere decir tener miedo a decir “no”. Ser buen padre es hacerse respetar y no dejarse “devorar” siempre. Es saber dar sin perderse. Hay que ayudar a los hijos a aceptar, poco a poco, el principio de realidad y la realidad exterior. Hay que ayudarlos a salir de la ilusión de la omnipotencia; esta es una de las tareas fundamentales de los padres. Los limites puestos de manera justa estructuran y no traumatizan. Lo mismo sucede en las familias. Los padres que quieren ser siempre buenos y solo buenos, aún al precio de arruinar sus propias vidas, transmiten un mensaje ambigüo.


Tienen que estar felices de sus propias vidas de hombres y de mujeres y no pedir a los hijos lo que no pueden dar. Tienen que mantener una justa distancia con ellos, sin estar demasiado lejos ni demasiado entrometidos. Educar a un hijo no es querer conquistarlo. Es ayudarlos a no dejarse someter al poder de sus impulsos, y a aprender a renunciar o a gobernar la satisfacción de sus deseos.

 

3. Usar bien el tiempo. La vida familiar exige un mínimo de organización. Hay que vitar el pasaje frenético –zapping- de una actividad a otra. Los padres tienen que saber tomarse tiempo para respirar y para descomprimir las situaciones y retomar el aliento cuando no pueden más. Es saludable darse cuenta y procurar “bajar la presión” antes de entrar en contacto con los hijos: detenerse un minuto a saborear un café, hablar por teléfono, escuchar música, etc., sabiendo que muchas veces habrá que sacrificar las tareas domésticas y las compras para hacer de padre: escuchar, para dar y amar a los propios hijos, para jugar con ellos, para reír, para “hacerse los locos”.

Numerosas, y también muy importantes, son las intervenciones que se pueden hacer en relación a los contextos donde los hijos pasan su tiempo. Vale la pena esforzarse para regularizar los ritmos de la cotidianeidad de la casa, por hacer más tranquila y pacífica la convivencia, por reforzar el respeto de cada uno, de los demás, de los ambientes y de las situaciones; por favorecer la comunicación de las emociones problemáticas y de los sentimientos negativos.


Es importante, además, saber transformar los momentos obligados en momentos de compartir, haciendo de los pequeños deberes domésticos ocasiones para el intercambio y la educación de la responsabilidad: en la familia, todos tienen que dar una mano. Hay que ayudar a los niños a adquirir la capacidad de estar solos por períodos progresivamente más largos a medida que crecen, desarrollando en ellos el gusto por la lectura o la pasión por alguna actividad. Hay que ayudarlos también a integrarse en el grupo juvenil, en el oratorio, en un equipo deportivo, etc., de manera que el reencontrarse juntos como familia sea siempre un momento de intenso y verdadero placer.

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