Yohoprashant Educar en el optimismo significa, antes que nada, crear y mantener una atmósfera familiar rica en estímulos vitales. Un ambiente que nutra las cuatro dimensiones más importantes de la vida: la física, la afectiva, la mental y la espiritual.

Los padres pueden alcanzar esta meta, prestando atención sobre todo a algunas cosas sencillas de la vida cotidiana.

Dar a los hijos una imagen valiosa de sí. Los padres deben admirar a los hijos, demostrarles estima y confianza, y darles responsabilidad. El mejor modo para lograr esta meta consiste en implicarlos cada vez más en la vida de la familia.

Darles puntos de referencia. Aunque parezca una paradoja, el instrumento más adecuado son los “no” que, sobre todo en los primero años de vida, marcan y delimitan el camino físico y espiritual de los hijos. Los “no”, para cumplir su objetivo educativo, deben ser siempre serios y atentamente motivados.

Enseñar a los hijos que los problemas pueden resolverse. Educar a un optimista no significa en absoluto construir un iluso, que vive beatíficamente, haciendo como el avestruz, que esconde la cabeza cuando percibe un peligro. Los optimistas son bien conscientes de que viven en un mundo imperfecto, en el que el amor es frágil, los ingenuos son estafados y los enfermos mueren.

Sin embargo, los optimistas ponen en práctica algunas estrategias fundamentales que permiten mantener el control y el equilibrio: piensan de sí mismos que son capaces de solucionar los problemas que se presenten; saben que, aunque la situación parezca desesperada, siempre existen alternativas; y, finalmente, son capaces de prever las dificultades antes de que aparezcan.

Los padres deben enseñar a los hijos que, si un intento falla, se puede siempre escoger otro camino. Deben facilitar a los hijos un abanico de alternativas. Son demasiados los padres que ponen en guardia a sus hijos contra todo y todos. Es una actitud sin salida, que puede desembocar tanto en la temeridad como en el descorazonamiento.

Acostumbrarlos a apreciar lo que tienen. Los verdaderos optimistas se concentran en las cosas que tienen y de ese modo no tienen ya tiempo para fijarse en aquellas cosas que producen tristeza. En una familia que luchaba en medio de grandes dificultades, la madre transmitió a los hijos un mensaje de fuerte intensidad, que reboza optimismo: “Las estrellas solo pueden verse cuando llega la noche”. Ahora que son mayores, aquellos hijos no han olvidado las sabias palabras de su madre.

Proponer metas y alcanzarlas juntos. Las incertidumbres, la ociosidad, el relativismo moral, provocan solo hastío y pesimismo. El potencial humano es asombroso, si decidiésemos usarlo. San Pablo, en la Carta a los Filipenses, escribe: “Por último, hermanos, tomen en consideración todo lo que es verdad, lo que es bueno, lo que es justo, puro, digno de alabanza”. También San Pablo piensa, por tanto, que nosotros podemos escoger los objetos de nuestra contemplación y de nuestros pensamientos; el contenido de nuestra mente está en gran parte a nuestra disposición y, haciendo uso de este poder selectivo, seremos capaces de modificar nuestro mundo interior y también el mundo que nos rodea.

Animarlos siempre y habituarlos al esfuerzo. Eviten los falsos estímulos: un estímulo falso es en general lo último que un muchacho necesita. Es mucho más valioso que alguno diga: “Estamos en un buen lío, pero si todos nos arremangamos podemos hacer algo para salir de él”. No les permitan que se compadezcan de sí mismos con demasiado facilidad o que se den de patadas mentalmente. Hay personas que viven en catastrofismo como si fuesen “noticieros ambulantes”; prevén un tropiezo a cada paso, se sienten incapaces, inadecuados, culpables de todo. Un niño debe crecer sin pensar en el “fracaso”. Los hijos deben educarse en la confianza en sí mismos y en el futuro. Enséñenles cómo se puede dominar el propio temperamento.

Buscar, para sí y para los hijos, la compañía de personas ricas de experiencia. Es de veras vital crecer en un ambiente rico en estímulos constructivos. Busquen un refuerzo social positivo.

Cultiven la fantasía y la creatividad. Denles hábitos intelectuales. Acostúmbrenlos a ver lo bello, escuchen música con ellos, organicen excursiones, rían con frecuencia.

Ayudarles a vencer los puntos débiles. Los hijos deben ser y sentirse “competentes” en algo.

Alimentar con cuidado el espíritu. Lo peor que puede sucederle a una persona es perder la fuerza del espíritu. Pero el impulso espiritual tiende a “evaporarse” en las familias que no se marcan un espacio para leer y meditar sobre la fe y, sobre todo, para rezar juntos.


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