Georgemuresan Con frecuencia, por televisión, aparece algún predicador no católico, que, cuando alguien le pregunta qué debe hacer para salvarse, le responde: “Usted no tiene que hacer nada; ya Jesús lo hizo todo por usted en la cruz”.


Además, le ayuda a hacer una breve oración: “Hermano, diga conmigo: Jesús yo te acepto en mi corazón, me entrego a tí, te doy gracias porque me has salvado. ¡Gloria a Dios, hermano; usted desde ahora ya es salvo!” Todos gritan: “Aleluya, gloria a Dios”.

Esta salvación “ligth”, no es la que enseñó Jesús. En el Evangelio de san Marcos, las primeras palabras que pronuncia Jesús son muy claras en cuanto a la salvación. Jesús dijo: El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios se ha acercado a ustedes; conviértanse y crean en el Evangelio (Mc 1,15). Expresamente Jesús indica que para ingresar en el reino, para salvarse, primero hay que “convertirse y creer en el Evangelio”. Jesús pide una respuesta práctica de fe. No puede ingresar en el reino el que no se convierte y pone toda su confianza en Jesús. Creer, esencialmente es confiar plenamente en todo lo que Jesús dice y exige. A Jesús le preguntaron si eran muchos los que se salvaban. Jesús optó por decirles que debían ingresar por una “puerta estrecha”; que había otra puerta ancha, pero por ahí no se iba la salvación (Mt 7,13). “Puerta estrecha”, significa que Jesús exige algunas condiciones para poderse salvar. La salvación es una gracia, un regalo no merecido, pero ese regalo no se entrega por la fuerza; hay que recibirlo con la mano de la fe, de la confianza total en Jesús.

También Jesús dijo en el Sermón de la Montaña: No todo el que diga: Señor, Señor, va entrar en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad del Padre que está en el cielo (MT 7,21). Jesús fue muy explícito al afirmar que no quería gente “emocionada”, nada más, sino personas que conscientemente enfilaran por el camino del Evangelio que él proponía. Por eso mismo, Jesús llegó a revelar que el día del juicio, llegarán algunos diciendo: Señor, Señor, nosotros hablamos en tu nombre, en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros. Pero entonces les contestará: Nunca los conocí. ¡Aléjense de mí, obradores de iniquidad! (Mat 7,22-23)

Cuando Jesús le dijo a Zaqueo: Hoy ha llegado la salvación a tu casa, fue solo después de que Zaqueo se bajó del árbol en que se había subido para curiosear y ver quién era aquel personaje famoso del que todos hablaban. Luego Jesús le pidió que abriera la puerta de su casa para hospedarlo. Además, tuvo que escuchar la Palabra de Dios. Jesús no fue a la casa de Zaqueo para contar chistes o hablar de política sino para exponer lo básico de su Evangelio. Cuando se puso de pie Zaqueo no fue para hacer un brindis de bienvenida, sino para hacer una confesión pública de sus pecados. Aceptó que era un pecador público. Pero prometió de ese momento en adelante cambiar de vida. Iba a dar la mitad de su riqueza a los pobres y, además, iba a reparar con abundancia el mal hecho a otras personas (Lc 19.1-10). La conversión de Zaqueo no consistió en una emoción religiosa; vino después que la Palabra de Jesús se le hundió como espada de doble filo, que escudriñó sus pensamientos e intenciones (Hbr 4,12). Solo entonces, Jesús le pudo decirle: Hoy ha llegado la salvación a tu casa (Lc 19,9). La salvación siempre es una gracia, un regalo de Dios, no merecido.

El día de Pentecostés, Pedro predicó con el poder del Espíritu Santo lo básico acerca de Jesús. La gente sintió que la Palabra les traspasaba el corazón como una espada. Se pusieron a llorar y gritaban: ¿Qué debemos hacer? (Hch 2,35). Pedro no les dijo: “Ustedes no tienen que hacer nada; ya Jesús lo hizo todo en la cruz”. Pedro, por el contrario, les dijo lo le había aprendido de Jesús. Pedro les gritó: Conviértanse y que cada uno de ustedes vaya a bautizarse en nombre de Jesucristo, para perdón de sus pecados; y recibirán el don del Espíritu Santo (Hch 3,38). Pedro les expuso un proceso para recibir la salvación que Jesús les ofrecía con su muerte u resurrección. La salvación siempre es una gracia, un regalo no merecido. Pero ese regalo, no se nos impone por la fuerza. Se nos pide aceptarlo por medio del arrepentimiento de nuestros pecados, de nuestra fe total en Jesús como nuestro Salvador y Señor de nuestra vida. No es una emoción religiosa, nada más. Es un serio proceso de conversión y aceptación total del Evangelio de Jesús.


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