meditacion 4El profeta Zacarías escribió, refiriéndose al futuro Mesías: “Mirarán al que traspasaron “(Zc l2,l0). El soldado que atravesó con su lanza el costado de Cristo no sabía que ya estaba profetizado este dato en la Escritura.

Jesús es entregado por la misericordia de Dios para que pueda borrar el pecado del mundo.Se ha dicho que en Juan 3,16 se resume todo el mensaje de la Biblia, que habla de la misericordia infinita de Dios. Ese mensaje lo recibió el fariseo Nicodemo cuando fue a visitar de noche a Jesús. Según él, Jesús lo iba a felicitar; le iba a dar una palmadita en el hombro y le iba a decir: “Muy bien; eres un santo”. En cambio, Jesús le pasó como una aplanadora encima, cuando le dijo que si no volvía a nacer del agua y del Espíritu, no podría ingresar en el reino de los cielos.

tm8 verLa carta a los Hebreos dice que la Palabra es “viva y eficaz” (Hb 4,12). Lo que viene a concordar con lo que decía San Pablo, que la Palabra de Dios es “operante”. Una vez dentro de nuestro corazón continúa sus efectos benéficos de largo alcance.

Med217Hace algunos años cuando una persona de alto nivel cultural me decía que no entendía la Biblia, me quedaba bastante intrigado. Propiamente no sabía darle una contestación que me dejara tranquilo a mí mismo. Una vez, vi con sorpresa cómo un sencillo indígena predicaba, con la Biblia en la mano, a más de cinco mil personas. Aquel sencillo indígena apenas sabía leer. Ni siquiera había terminado la primaria.
Con asombro mío veía cómo manejaba la Biblia: iba del Nuevo Testamento al Antiguo y viceversa. Sus comparaciones eran de tipo campesino, muy vistosas y muy prácticas. Todos lo seguían con mucha atención. Se sentía que allí estaba hablando Dios a la asamblea. Esto vino a echar por tierra muchos de los conceptos que yo tenía acerca de “entender” la Biblia.

Un día quedé muy complacido con la respuesta que encontré en la misma Biblia con respecto a eso de “entender” la Biblia. San Pablo -que era un intelectual- dice claramente, en su primera carta a los Corintios, que el hombre “no espiritual” no puede comprender las cosas que son de Dios. “Aquí está la clave”, me dije. La Biblia tiene un lenguaje espiritual; solo lo logran comprender los que dejaron de ser “hombres carnales” para convertirse en “hombres espirituales” (vea 1 Co 2,14). El lenguaje propio de la Biblia sólo lo puede comprender el que ya se “acostumbró” al lenguaje de Dios. Aquí no valen los títulos universitarios. Aquí lo que cuenta es “la espiritualidad” de la persona. Alguien puede ser un teólogo famoso, que deslumbra con sus disquisiciones acerca de la Biblia; pero puede ser que “no logre oír la voz Dios”. El sencillo obrero, que con fe se acerca a la Biblia, aunque no tenga estudios especiales, puede ser que “escuche con claridad la voz de Dios”.

La Biblia no es un libro fácil desde un punto de vista técnico, intelectual; pero Dios tiene la cualidad de ser un “gran comunicador”; durante muchos siglos se ha especializado en hacerse entender por el hombre de “buena voluntad”. Jesús mismo lo dijo: Dios esconde sus secretos a los llenos de sí mismos, y los revela a los “humildes” (vea Mt 11,25). Para acercarse a la Biblia, no se necesita ser una “lumbrera” de ciencia; basta “hacerse como niño”, y Dios se encarga de que su hijito lo escuche con claridad y lo comprenda. Dios tenía algo muy importante que comunicarle a Moisés, pero solo entregó su mensaje hasta que Moisés obedeció la orden de “quitarse las sandalias”. Dios le advirtió que estaba caminando sobre terreno sagrado. Cuando Moisés obedeció, ya pudo oír perfectamente cuál era la voluntad de Dios para él (vea Ex 3,5-6). La puerta de entrada para ingresar en la Biblia es la “humildad”. Confío en Dios y no en mi “sabiduría”. Me descalzo ante él. Descalzarse significa dejar a un lado lo malo que es como un “tapón” en mis oídos: me impide oír la voz de Dios.

Un médico me contaba que cuando leía el evangelio de San Juan no podía dejar de llorar. Le pregunté que desde cuándo le sucedía eso. Me respondió que había sido después de un retiro espiritual en el que se había arrepentido sinceramente de toda su vida pasada de pecado. Muy claro: ahora ese médico había dejado de ser “hombre carnal”; había comenzado a ser “hombre espiritual”. Se había abierto su oído. La ciencia del médico era la misma de antes. Lo que había cambiado era su oído: ya no estaba obstruido por el pecado.

El que abre el corazón
Antes de despedirse de sus apóstoles, en la Ultima Cena, Jesús les decía que “tenía muchas cosas más que decirles”, pero que “no estaban preparados para comprenderlas”; que les enviaría al Espíritu Santo y él los ayudaría “y los llevaría a toda la verdad” (vea Juan 16,43). Al Espíritu Santo lo llamamos PARACLITO, que significa: “Ayudador”, “abogado”. El ha sido enviado para que de la mano nos introduzca en la Palabra de Dios. Para que nos “convenza” de pecado, primero, y luego nos “lleve a toda la verdad”.A la Biblia no podemos ingresar solos: necesitamos la compañía del Espíritu Santo. El libro del Apocalipsis presenta a Jesús como un Cordero a quien se le entrega el poder de romper los sellos del libro sellado: La Biblia. Jesús -ya lo dijo- nos concede el don de su Santo Espíritu para que en su compañía vayamos rompiendo, uno a uno, los sellos del libro, y podamos internarnos en la Palabra de Dios.

En el libro de Hechos se narra el caso de Lidia, una vendedora de púrpura. Un día, Pablo estaba predicando a la orilla de un río. Aquella mujer con la mejor disposición se sentó para escucharlo. De pronto, el Espíritu Santo le abrió el corazón. Lidia, inmediatamente, pidió que la bautizaran (vea Hch. 16,14). Dios le había hablado. Había aceptado la salvación de Jesús, que Pablo estaba predicando. El Espíritu Santo es el encargado de “abrir el corazón”, porque la palabra de Dios se escucha con el corazón. El salmo 119 dice: “Abre mis ojos para que contemplen las maravillas de tus enseñanzas” (v.18). Antes de internarnos en la palabra, lo primero que debemos hacer es invocar al Espíritu Santo para que nos abra el corazón, para que nos “lleve a toda la verdad”, que Dios nos quiere manifestar por medio de su palabra.

La Biblia sin la presencia fuerte del Espíritu Santo, continúa siendo un libro “sellado”, ininteligible. El sabio puede captar en la Biblia los aspectos literarios, sicológicos, históricos; pero con su sola inteligencia no puede oír a Dios que habla. Eso es obra del Espíritu Santo para los de “buena voluntad”, que antes de atreverse a entrar en ese “terreno sagrado”, se descalzan y le piden al Espíritu Santo que los acompañe.

MEditacion-4En la novela española «El diablo cojuelo», hay un personaje que va por encima de las casas levantando los tejados y observando lo que hay adentro. Si tuviéramos el poder de este curioso personaje, quedaríamos asombrados al ver tanta amargura, tanta desilusión, tanta frustración en muchos hogares. 

Un siquiatra de Estados Unidos afirmó que el 75% de los matrimonios de ese país son «desdichados». Es algo que deja sin aliento. No cabe duda de que una epidemia maléfica está desbaratando nuestras familias. Nuestros hogares, cada vez más, se están convirtiendo en pequeños hoteles a los que los miembros de la familia casi solo llegan a comer y a dormir. Allí se ve televisión, se leen los periódicos, se escucha música; pero casi no se platica; se gritan mucho unos a otros; el diálogo casi ha desaparecido por completo. ¿Que les estará pasando a nuestras familias?

MED-1Cuando el salmista David comienza uno de sus salmos diciendo: “Abre, Señor, mis labios y mi boca proclamará tu alabanza” (Sal 51,17 ), está señalando algo básico con respecto a la oración de alabanza. Nosotros no tenemos una varita mágica para iniciar cuando queramos la oración de alabanza. Necesitamos que Dios “abra nuestros labios” por medio del Espíritu Santo para poder alabarlo. No basta la voluntad humana. Solo Dios tiene la “llave” que nos permite alabarlo. Esa llave es el Espíritu Santo. Bien lo afirma san Pablo cuando nos revela que nosotros, por nuestra debilidad, no somos capaces de decir ni siquiera: “Jesús es el Señor”, si no es por la acción del Espíritu Santo en nosotros (1Cor 12, 3).

 Cuando David dice, en el salmo 40: “Puso en mi boca un canto nuevo”, está reafirmando lo mismo: es Dios el que pone en nuestros labios la alabanza por medio del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el encargado de provocar en nosotros la oración de alabanza, que le agrada sobremanera a Dios.  El profeta Ezequiel cuenta su experiencia. El Señor le ordenó que les hablara a unos “huesos secos”. El profeta obedeció: los huesos comenzaron a moverse y a revestirse de carne. El Señor le indicó al profeta que le faltaba algo: tenía que invocar al “Ruah”, al Espíritu, para que “soplara” sobre los huesos secos. Cuando el profeta invocó al Espíritu, los huesos secos se convirtieron en el ejército del pueblo de Dios. (Ez 37,1-11). En la Biblia, el “Ruah” es el viento fuerte en movimiento, que indica la presencia del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo, el “dador de vida”, el que hace que las palabras congeladas en nuestro corazón sean calentadas y se conviertan en jubilosa alabanza. De esta manera, se realiza la promesa del Señor: “Yo haré entrar mi Espíritu en ustedes y vivirán” (Ez 37,5). Por eso, lo  primero que debemos hacer, al intentar alabar a Dios, es invocar al Espíritu Santo para que caliente nuestro corazón y brote la oración de alabanza.

meditacion-1La Carta a los Romanos tiene una de las afirmaciones más desconcertantes y consoladoras de la Biblia. Dice: “Todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rom 8, 28). Intelectualmente es fácil aceptar este principio bíblico. Vivirlo es muy difícil. Aquí se encierra la esencia de lo que debe ser la confianza total en Dios, Padre amoroso, que todo lo dispone para bien de sus hijos que lo aman. Ésta es la base para alabar a Dios en todo tiempo y circunstancia. Intelectualmente creemos que “todo resulta para bien de los que aman a Dios”; pero lo cierto es que continuamente nos “quejamos” de lo que sucede a nuestro alrededor: por el frío, por el calor, por el teléfono, por las circunstancias negativas que nos rodean. Al quejarnos, en la práctica, estamos protestando contra “alguien”. Ese Alguien, en última instancia, es Dios, aunque, conscientemente, no lo expresemos del todo.

 

Si, de veras, creemos de corazón que “todo resulta para bien de los que aman a Dios”, deberíamos vivir en una continua actitud de alabanza a Dios por todo lo que nos sucede. Dice san Pablo: “Den gracias a Dios en todo porque ésta es la voluntad de Dios” (1 Tes 5, 18). ¿Damos gracias a Dios en todo? ¿En los momentos de gozo como en los de amargura? Si estuviéramos convencidos de corazón, por fe, de que todo responde a un plan de amor de Dios, deberíamos distinguirnos por ser unos perpetuos alabadores de Dios en todo momento. Lo cierto es que, más bien, nos distinguimos por nuestras continuas quejas, por nuestras rebeldías internas, que demuestran que, en la práctica, no creemos de corazón que “todo concurre para bien de los que aman a Dios”.