ET1 Es virtuoso obedecer a la ley de Dios, y también a la propia conciencia, en cuanto esta refleja la ley de Dios. La obediencia a las autoridades y a las leyes de este mundo rige, única y exclusivamente, en la medida en que dichas autoridades y leyes no contradicen la justicia y la soberana autoridad de Dios.


Ya en el Antiguo Testamento resulta evidente la referencia suprema a la propia conciencia, contra el Estado opresor. Las parteras de Egipto no obedecen la orden del Faraón, de matar a los recién nacidos si eran varones (Ex 1,17). Los profetas objetan contra los poderosos abusivos, a riesgo de su propia vida (2Sm 12,7-9). Tobías transgrede las normas injustas que prohibían enterrar muertos (Tb. 1,17-19). Lo mismo ocurre en el segundo libro de los Macabeos capítulo 6,18ss y capítulo 7: El anciano Eleazar y los siete hermanos prefieren morir a manos del tirano antes que desobedecer la ley de Moisés.

Todo esto testimonia el derecho-deber a disentir, y la prioridad de la conciencia sobre las leyes externas que se le opongan. Y ello a pesar de que en la Sagrada Escritura no faltan textos que manifiestan la necesidad moral y religiosa de la subordinación al poder del rey, ungido del Señor.

Pero es significativo que precisamente dentro de este ambiente ha podido surgir la idea del disenso o desobediencia cívica, cuando el rey se aparta de la ley de Dios.
Si usted quiere conocer la medida en que la Biblia relativiza la autoridad política, lea 1Samuel 8,4-22 y Jueces 9,1-6.

En el Nuevo Testamento la prioridad de la conciencia moral se radicaliza. Jesús, aun habiendo aceptado la existencia del Estado y la exigencia de colaborar con él a través de los impuestos al César (Mc. 12,13-17), relativiza el poder imperial y le quita todo apoyo religioso, le corta toda pretensión divina.
El Gobierno no puede tener pretensiones sobre la conciencia humana. Cuando quiere imponerse y violentarla, no queda más que oponérsele como lo hicieron los apóstoles: “¿Les parece justo que obedezcamos a ustedes antes que a Dios?” (Hechos 4,19).

Algún problema parece surgir de la lectura de Rm. 13,1-7: “Quien se rebela contra la autoridad se opone al orden establecido por Dios”. San Pablo está presuponiendo una autoridad que respeta precisamente ‘el orden establecido por Dios’. Para interpretarlo bien hay que tener en cuenta que fue la desobediencia a las leyes injustas lo que llevó a tantos cristianos al martirio. Y lo mismo sigue sucediendo hoy.

Por otra parte, Mc. 10, 42 hace la crítica de la autoridad en el sentido de que “los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder”.

Hay quien cita fuera de contexto 1Pe 2,13-14: “Sean sumisos a toda institución humana”. Pedro quiere que obedezcamos a los superiores aun cuando sean malas personas. Jesús había dicho sobre los malos sacerdotes: “Hagan lo que ellos les dicen, pero no imiten lo que hacen” (Mt 23,3).

No tiene importancia si quien da la orden es bueno o malo: de sus acciones responderá él delante de Dios. Lo que hay que ver es si ordena cosas buenas o malas, porque de nuestras acciones responderemos nosotros delante de Dios. Recordemos que san Pedro escribe estas palabras desde la cárcel, donde se encuentra precisamente por haber desobedecido a las autoridades.
También en las actuales naciones que tienen forma de democracia se aprueban leyes injustas. Quien obedece esas leyes se hace cómplice de la injusticia.

No es cierto que quien obedece nunca se equivoca.

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