Foto: Gonghuimin La sociedad de consumo, principalmente la occidental, ha creado muchos desequilibrios. Es difícil decir si durará y a qué precio. Es aún más difícil adivinar qué pasará con el planeta cuando el consumismo se globalice.



Quienes se quedan con los siete pecados capitales deben actualizarse. Galimberti U., agudo observador de nuestro tiempo, asigna al consumismo el primer lugar en una serie de nuevos vicios. Desde temprana edad crecemos en un sistema de vida que inocula los antojos, los deseos, las tensiones de tener siempre «lo más nuevo» para aparecer más.

Se cree que se puede hacer feliz a un niño inundándolo de juguetes nuevos. Los adultos, a su vez, sienten que son más si lucen el modelo más sofisticado de teléfonos móviles y computadoras hasta los calcetines de última moda. ¿Resultado? Casas llenas de “cosas” a menudo superfluas.

¿Es la publicidad el gran ilusionista que transforma a los ciudadanos en consumidores? Más que objetos de consumo, se transforman en sueños de propaganda, modelos de vida y mucha felicidad. Puras ilusiones. También sabemos lo importante que es para una niña caminar con el ombligo al viento y para un niño usar pantalones de payaso. ¿Quién puede convencerlos de que son tópicos sin sentido? Aquí está el nuevo vicio: persuasivo, cautivador, pero a la vez despótico: eres lo que vistes, eres lo que comes, eres lo que muestras. El consumismo pega la identidad personal y social a la última moda. ¿Puede una niña entrar al aula con un vestido sencillo, sin teléfono celular, sin el bocadillo de moda y con la cara limpia sin maquillaje ni piercings? ¿Cuánto tiempo resistirá las burlas de sus compañeros de escuela? Los padres que luchan con las constantes exigencias de sus hijos saben algo al respecto. ¿Resistir o ceder? Un bonito dilema.

Todos tenemos que lidiar con este fenómeno que tanto nos ha cambiado. La gran oferta de bienes y la posibilidad económica de acceder a ellos ha cambiado positivamente nuestro nivel de vida, pero también ha cambiado la percepción de nosotros mismos, de nuestras relaciones y de la forma de vida. El consumo con toda su fuerza produce continuamente “un mundo para tirar”. Es el lado nihilista ya mencionado. No hay producto sin fecha de vencimiento. Parece trivial, pero en realidad, vivimos en un sistema hecho de cosas evanescentes que no duran más de una temporada. Todo se consume en poco tiempo, incluso la percepción de nosotros mismos. Nos hemos convertido en “productos” sin consistencia.

La hora de aparentar
En la época del consumismo, las identidades personales se consumen en el espacio de una temporada. Es el precio de aparecer a toda costa.
Vivir de las apariencias significa percibirse a sí mismo, mirarse a sí mismo, considerarse a través de los ojos de los demás. Adaptarse a la mirada exterior, a las modas, a los productos de moda se vuelve imprescindible para re-presentarse en la escena de este mundo de una manera interesante. Terminamos viviendo como en un escenario que nos representa a nosotros mismos, nuestra identidad según guiones impuestos por siempre nuevas tendencias.

¿Es libertad?
Dado que el mercado ofrece mil posibilidades de elección, ¿no es este el triunfo de la libertad, de poder ser tú mismo y estar en la vida como quieres? Aquí reside la perfidia del vicio. Engañarse a sí mismo de ser libre mientras está siendo absorbido por un sistema desechable. Cuántas relaciones se experimentan como “productos” desechables. Cuántos matrimonios, cuántas experiencias afectivas con el viento a favor hacia un amor eterno, se han consumado, es decir, utilizadas y desechadas en poco tiempo. ¿Es esta la libertad que realiza una vida, o no es más bien el colapso de la libertad? ¿Cuán libres pueden sentirse quienes se dejan guiar por las cambiantes novedades del mercado y las modas?

La vida se compone de valores, relaciones, proyectos que requieren decisiones para toda la vida. Sin embargo, si todo tiene fecha de caducidad y todo es consumible en poco tiempo, ¿hay todavía espacio para realizar algún gran proyecto? Solo frente a horizontes sin límites de caducidad podemos medir cuán libre es una persona. En el sistema del consumismo, la libertad es sólo un fantasma evanescente, del que constantemente somos arrebatados sin darnos cuenta: delicada, placenteramente ... y además con nuestro consentimiento. ¿Es una coincidencia que, en la era de la apariencia y el exterior vacío, ya no seamos capaces de decir quiénes somos, en qué creemos, para quién o por qué vivimos. Incapaces de darnos respuestas convincentes, no nos sorprendamos si la vida misma se ha convertido en un “producto” desechable! y además con nuestro consentimiento.

¿Por qué ir a arremeter contra el consumismo? ¿Por qué convertirlo en un vicio? ¿No es un escape hipócrita de la realidad de este mundo? No se trata de ser moralistas baratos, sino de criticar para educar. Es el momento de la emergencia educativa, es decir, la reanudación crítica de los grandes temas del hombre para pasar de la cantidad de cosas a la calidad de vida. ¿Por dónde empezar? ¿Por qué no del Evangelio, la gran Palabra de vida para todos?

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