Por alejandra quiroz Una palabra difícil para un pecado generalizado que Dante, en sus propias palabras, describe como un “lugar mudo de toda luz” donde un viento poderoso se apodera de los habitantes y “por aquí, por allá, por allá arriba, por allá abajo, los conduce”.

¿Lujuria? Para los que tienen problemas con el vocabulario, significa «tener sexo» y mucho, sin importar con quién, cómo o cuándo, siempre que se haga. El filósofo Simon Blackburn escribió que “la lujuria se lleva a cabo indistintamente en un portal o en un taxi y su léxico consiste en gruñidos y sonidos animales”.

Dejando a un lado el lenguaje, estamos ante un vicio de alta intensidad social. Si observamos los discursos y las transgresiones sexuales que exhiben los medios de comunicación y la publicidad, “tener sexo” parece ser el ídolo del siglo. Las cosas, sin embargo, parecen ser diferentes. Las encuestas fiables dicen que se habla mucho de sexo, pero se hace mucho menos.

La muerte del amor
La sexualidad es uno de los aspectos más importantes y enriquecedores de la vida relacional. No hay duda de ello. Sin embargo, todo lo que nos pertenece como seres humanos también es susceptible de inmadurez y perversión. La lujuria, de hecho, es el vicio que pervierte la propia sexualidad de cada persona en puro sexo y, más precisamente, en placer sexual.

El lujurioso reduce al hombre o a la mujer a un cuerpo, o más bien a algunas de sus partes. Cuando se cae en la obsesión de “tener sexo”, es la compleja realidad de la persona la que sale perdiendo. Tener “sexo”, no importa con quién, cómo o cuándo, trivializa no sólo la sexualidad, sino sobre todo a la persona.

El desregulado sexualmente se reviste de una actitud depredadora, utilitaria y egoísta que apenas disimula la agresividad y el desprecio por el otro.

Buscando cómo puede “hacer el amor” mata el amor: lo que más necesita. La búsqueda desordenada del placer sexual, además de ser un comportamiento moralmente inaceptable, es el signo de una grave carencia relacional con preocupantes consecuencias para la persona afectada: no sabe amar ni dejarse amar.

Amar es perseguir el amor del otro respetándolo como persona, ejerciendo el necesario autocontrol sobre los propios deseos y conductas. El lujurioso, en cambio, no se preocupa más que de su propia gratificación.

Para el amante sólo existe el otro. Para el lujurioso no hay preferencia: toma a quien le sale al paso.
Y aquí cabe todo: perversión y abuso sexual incluidos. Los amantes se miran fijamente a los ojos. El fanático del sexo no se anda con rodeos: sólo le interesa una cosa en una especie de cadena de montaje de la lujuria. La lujuria es el vicio de la cantidad, del número, no del amor. Y mientras el amor dura, la lujuria da náuseas.

Un vicio destructivo
El placer sexual desenfrenado, sin autocontrol, es un fuego que destruye, una adicción, una droga; una sed que nunca se apaga. De ahí la obsesión por experiencias sexuales siempre nuevas, signo de una carencia afectiva frustrante y de soledad relacional. La destructividad del vicio reside en la incapacidad de amar y recibir amor.

A la trivialización de la sexualidad contribuye en gran medida el aumento de la promiscuidad que facilita las oportunidades de encuentros sexuales casuales sin compromiso ni consecuencias. La edad de las primeras relaciones es cada vez más baja, como si la madurez biológica fuera idéntica a la psicológica. Las relaciones sexuales tempranas generan inestabilidad y precariedad relacional que se arrastra mucho más allá de la adolescencia.

La actividad sexual, orientada únicamente al consumo de sexo, debilita, si no es que destruye la confianza en la otra persona, apaga la verdad de una relación amorosa, quita la voluntad de implicarse, de conocer a la otra persona, de llevar el peso de la responsabilidad de un vínculo sentimental serio y duradero como, por ejemplo, el matrimonio.

¿Hay algún momento en el que la lujuria llame a la puerta de un hombre o una mujer? Probablemente, en situaciones de soledad, frustración o inmadurez relacional, es fácil entregarse a las relaciones sexuales de cualquier manera, o al autoerotismo o al atracón de porno. La pasión de un momento puede percibirse allí mismo como algo satisfactorio. Sin embargo, la sensación de vacío que, a pesar de todo, experimenta la persona revela una triste verdad: el trastorno sexual es a la intimidad como el agua salada a quien se muere de sed.

Una palabra de esperanza
¿Puede uno librarse del vicio? En primer lugar, limpiando la cabeza para mirar el mundo de la sexualidad con nuevos ojos. No hay determinismo animal en la sexualidad de un hombre y una mujer.

La sexualidad es humana cuando expresa relaciones personales libres y responsables. Jugar tontamente con la propia sexualidad reduciéndola a puro sexo es hipotecar la capacidad personal de amar y ser amado.

¿Existe una actitud que conjugue la libertad y la responsabilidad? Sí, la castidad. Una palabra de la que se burlan porque no se entiende. ¿Quiénes son las personas castas sino el hombre y la mujer que saben controlar sus impulsos con vistas a una relación mucho más duradera que una simple aventura? A fin de cuentas, la persona lujuriosa tiene una alternativa ante sí: o convertirse en un adulto, capaz de mantener relaciones responsables y duraderas, o seguir siendo un adolescente presa de sus impulsos y afectivamente inmaduro de por vida. A cada uno su responsabilidad.

 

Breve entrevista
Importancia de vivir la castidad.
Eduardo Verastegui y su gran testimonio de vida.





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