SIphotography El vicio capital del orgullo, devastador a nivel social, está presente en todas partes, tenaz, implacable, casi indomable. Es un peligro en todas las edades y acecha en todos los estratos sociales bajo todos los cielos en todas las épocas de la historia humana.



Quieres saber, no si lo eres, ya que lo eres - ¡lo somos! - ¿en qué medida eres soberbio? Haz este mini test.

¿Quieres tener siempre la razón?
¿Te gusta exhibirte?
¿Cortas la relación cuando te critican?
¿Hacer el ridículo te destruye?
¿Te presentas siempre como un protagonista “ganador”?
¿Das tu opinión sobre todo, criticando todo y a todos?
¿Te importa poco la opinión de los demás?

Bueno, ya basta ¿Cómo te sientes después de la prueba? Para consolarte, debes saber que, desde Adán y Eva, el orgullo siempre ha estado presente. Piensa en aquella fatídica manzana: qué fue sino un estúpido acto de orgullo: “llegar a ser como Dios”. El deseo de elevarnos al menos un peldaño por encima de los demás está tan arraigado en cada uno de nosotros que, desde la antigüedad, el orgullo ha sido llamado la “madre” y la “reina” de todos los demás vicios.

El perfil de identidad
El soberbio, aunque no sea en estado puro, es una persona tremendamente desagradable e insufrible. Su supuesta superioridad escupe desdén por todos los poros, cuando no también desprecio. Sólo él sabe qué y cómo tienen que hacer los demás: los políticos, los futbolistas, los economistas... y, por qué no, también el Papa. La única relación que puede establecer es sólo de arriba hacia abajo. ¿Los otros? Sólo peones para ser utilizados para su propia afirmación. El soberbio es ambicioso y hambriento de reconocimiento, pero también es engreído, fanfarrón, jactancioso, hipócrita y, para colmo, ilimitadamente egoísta: es autosuficiente y no quiere depender de nadie más. Por supuesto que da consejos a todo el mundo, pero no acepta ninguno: ¡él sabe!

En el orgullo, por desgracia, lo que puede hacer bella la vida -la autoestima, la calidad humana, la capacidad de autonomía, la confianza en sí mismo, la voluntad de realizarse, etc.- se exaspera en la búsqueda de una superioridad inalcanzable e irreal. Pero, a pesar de las apariencias, la vida del “súper” no es fácil ni feliz. La falta de reconocimiento le hunde en la envidia. De la sartén al fuego. Salvatore Natoli escribió: “Lucifer cae por orgullo, pero se condena por envidia”. No es difícil entenderlo. ¿Cómo aguantar a los que hacen sombra? La comparación, cuando es perdedora, roe el alma y ese insoportable sentimiento de inferioridad empuja a buscar nuevos reconocimientos y afirmaciones, aun a costa de venderse a los “poderosos” del momento. La experiencia enseña que la altanería va de la mano de la servidumbre. ¿Un retrato exagerado, por encima de la realidad? Tal vez sí, tal vez no. En cualquier caso, un espejo en el que mirarse por dentro.

Las múltiples caras del orgullo
Pero, ¿el orgullo es sólo de los individuos? La verdad es que no. El vicio acecha peligrosamente al mismo tiempo en los grupos, las sociedades, las culturas. La arrogancia de la superioridad de unos sobre otros sale por todas partes: de los discursos de ciertos políticos, de los muros de las ciudades y, sobre todo, de la gente corriente, es decir, de todos nosotros.

Sentirse superior a alguien es un virus que afecta a todos. Por ejemplo, los que viven en los barrios acomodados desconfían de los que viven en la degradación de ciertos suburbios. Los aficionados, en nombre de su propia superioridad, se desprecian unos a otros. En muchos países, incluso hoy en día, las mujeres son consideradas algo inferior para ser utilizadas y maltratadas. En el trabajo, no falta la arrogancia del jefe incompetente. Para completar el cuadro: ¿cuánta violencia genera la arrogante superioridad de los intereses económicos, políticos y militares de una parte del mundo sobre la otra?

Es cierto: el orgullo siempre ha infectado el corazón humano. Pero hoy, con el aire reinante, ¿no nos hemos vuelto todos un poco más arrogantes, intolerantes, más altivos? Eso parece. Todo el mundo reclama lo absoluto de su propio ser. No se aceptan ni reglas ni límites: “Yo me las arreglo”. Es la exaltación del ego y el derecho a la propia autorrealización.

Un sentido de la medida y de la limitación
Ya que todos -unos más y otros menos- tenemos que lidiar con este sentimiento desastroso, ¿hay alguna manera de contener sus efectos perversos y así no arruinarnos la vida a nosotros mismos y a los demás? Una observación: el orgulloso es la persona menos realista de este mundo. Le falta lo único que realmente necesita: el sentido de la medida y del límite, le falta la humildad para aceptarse serenamente por lo que es y tiene: capacidades y limitaciones, éxitos y fracasos. Es un problema de autoestima. La autoestima adecuada proviene de conocer y aceptar lo que uno es y nunca será; lo que uno tiene y nunca tendrá.

Sólo entonces se madura como persona capaz de mantener relaciones aceptables. Mientras que la persona orgullosa se encierra en su presunta superioridad, la persona humilde y realista, por el contrario, sabe mirar más allá de su propio ombligo para relacionarse con los demás de igual a igual, en el sentido de que sabe dar sin imponer; sabe recibir sin sentirse menospreciado; sabe mandar sin humillar; sabe obedecer sin servilismo; sabe gestionar la responsabilidad y retirarse en el momento oportuno sin resentimiento; sabe valorar a los demás sin envidia ni celos. En definitiva, la persona humilde es la persona madura, de ningún modo perfecta, pero consciente de sus propios límites, así como de sus propias posibilidades.

Dado que la soberbia es un vicio muy democrático que no perdona a nadie, conviene recordar que “el que se enaltece será humillado, y el que se rebaja será levantado” (Mateo 23:12), porque “Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes” (Proverbios 3:34).

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