opcion10 En el lejano Oriente vivía un emperador rico y poderoso. En todas las cortes del mundo se tejían alabanzas de su reino, de sus palabras y de su sabiduría. Pero los bardos y los cuentacuentos que peregrinaban de castillo en castillo ponderaban sobre todo sus inmensas riquezas.

«¡Bastarían sólo las piedras de su diadema para mantener a una ciudad!», declamaban.

Como siempre sucede, todo esto fomentó la envidia y la codicia de otros reyes y de otros pueblos. Algunas tribus de bárbaros feroces y violentos se agolparon en las fronteras e invadieron el reino. Nadie lograba detenerlos.

El emperador decidió refugiarse entre las tribus fieles que vivían en las montañas, más allá del terrible desierto.

Una noche dejó el palacio imperial seguido por una ágil caravana que transportaba su fabuloso tesoro de lingotes de oro, joyas y piedras preciosas. Para hacer más expedita la marcha, lo acompañaban sólo sus guardias escogidas y los pajes, que le habían jurado fidelidad absoluta hasta la muerte.

La pista a través del desierto serpeaba entre dunas de arena quemadas por el sol, desfiladeros angostos y puertos empinados. Una pista conocida por pocos.

A mitad del camino, mientras trepaban por un repecho pedregoso, agotados por la fatiga y por el ardiente reflejo de las rocas, algunos camellos de la caravana se derrumbaron jadeando y ya no se levantaron.

Los cofres que transportaban rodaron por las laderas de la duna, se destrozaron y desparramaron todo su contenido de monedas, joyas y piedras preciosas, que se metieron entre las piedras y en la arena.

El soberano no podía aflojar la marcha. Los enemigos, probablemente, se habían dado cuenta de su huída.

Con un gesto entre agrio y generoso, invitó a sus pajes y a sus guardias a que se quedasen con las piedras preciosas que pudiesen recoger y llevarse consigo. Un puñado de aquellos objetos preciosos les aseguraba ser ricos el resto de su vida.

Mientras los jóvenes se lanzaban ávidamente sobre el rico botín y hurgaban afanosamente en la arena y entre las piedras, el soberano prosiguió su viaje en el desierto.

Pero se dio cuenta de que alguien seguía caminando detrás de él.

Se volvió y vio que era uno de sus pajes que le seguía jadeante y sudoroso.

«Y tú» le preguntó «¿no te has parado para recoger algo?».

El joven fijó en él los ojos con una mirada serena, colmada de dignidad y de orgullo, y respondió: «No, señor. Yo sigo a mi rey».

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