laicos Antes del Concilio Vaticano II, la Iglesia era identificada con el papa, los obispos y los sacerdotes. Más allá de ese grupo selecto se extendía en la penumbra una masa informe de fieles. Era la visión clericalista de la Iglesia.
Ese Concilio tuvo el mérito de apuntar los reflectores hacia el Pueblo de Dios, como expresión genuina de la Iglesia. Pueblo de Dios, cuyo componente básico lo forman los laicos. Para promover el crecimiento cristiano de los laicos es que existen algunos servidores, clasificados jerárquicamente: diáconos, sacerdotes, obispos y el papa.


Del dicho al hecho hay un gran trecho. Existen todavía resistencias, retrocesos, anquilosamientos que retardan el desarrollo de esta visión básica de la Iglesia. Basta hojear algunas revistas o periódicos religiosos para ver qué tipo de fotos aparecen allí.

El clericalismo es un vicio que perdurará por mucho tiempo. Pero eso no quita que, desde el Vaticano II, los laicos hayan ido recuperando su conciencia y rol activo en la comunidad cristiana.

Empezando por la santidad cristiana, que parecía asunto exclusivo de curas y monjas. Es una bendición para toda la comunidad de fieles asistir a ese innumerable florecer de grupos y asociaciones laicales que se toman en serio la vida según el Evangelio.

Aquí es donde se juega el futuro de la Iglesia. No es de extrañar que algunas congregaciones religiosas masculinas y femeninas den signos de envejecimiento. Probablemente su misión y servicio esté concluyendo. Dígase lo mismo de otras formas históricas de la Iglesia.

El que unas organizaciones eclesiales mueran no implica que la Iglesia se esté asomando a su fin. Muere algo para que nazca otra realidad nueva. Las formas y organizaciones actuales no son necesariamente eternas. Hay que percibir por dónde empuja el Espíritu santo, quien es el animador de la Iglesia.

Abrir espacio al protagonismo de los laicos es una tarea nada fácil. El clericalismo es una deformación resistente a desaparecer. Como también, hay agrupaciones laicales que tienden a copiar modelos clericalistas.

Pero la vida cristiana es fuente de esperanza y optimismo. No son las personas quienes trazan la ruta de la Iglesia, sino la fuerza del Señor Jesús, que la fundó y la acompaña.

Sería bueno alimentar un poco de fantasía creadora para imaginar nuevas formas de vida  y organización eclesial, que de hecho ya están despuntando en todo el mundo católico.

Surgen grupos de fieles con hambre de Dios, amor a la Iglesia y deseo de servir. Es una realidad entusiasmante. Quizá no haya madurado todavía un laicado lo suficientemente firme en su identidad cristiana y comprensión de la fe como para que entre decididamente en el mundo político y así impulsar desde allí una transformación humanizante de la sociedad civil.

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