brandi-fitzgerald Jesús de Nazareth se presenta como una figura fascinante, que atrae a las multitudes, que se entusiasman al escucharle, que se olvidan en ocasiones hasta de comer. 


Su voz, hermosa y fuerte (en ocasiones le escuchaban hasta miles de personas), transmite un mensaje que, ante todo, impresiona por la autoridad con la que lo expresa: se trata de un lenguaje “distinto al de los escribas y fariseos”, hasta los ignorantes soldados reconocen: “ nadie ha hablado jamás como este hombre”; una autoridad que no es imposición o intransigencia, sino que más bien infunde seguridad y confianza en quien lo escucha, desde la seguridad propia con la que se expresa, aun cuando sus palabras contrasten con la mentalidad convencional de su tiempo.

Junto con esta autoridad, resulta fascinante la concretez con la que se expresa: no es complicado ni abstracto, sino que habla sencillamente de manera que todos pueden comprender, incluso los pequeños e ignorantes; privilegiando un recurso que permite recordar mejor lo escuchado: los ejemplos de la vida ordinaria –tanto de la vida de los hombres como de las mujeres, de los adultos como de los niños: sobre todo utilizando las parábolas, uno de los elementos mejor “atestiguados” en la cristología prepascual. 

 

Esta forma de hablar, sin embargo, no elimina el esfuerzo de la propia reflexión: al contrario invita a ella y la hace necesaria: de manera que muchos, aun oyendo, no comprenden; es necesario implicar la mente (evitando la superficialidad) y el corazón, sede de los sentimientos y por lo tanto, núcleo de la conversión. De otra manera, su palabra será como una semilla que cae en el camino y que, siendo pisada por los viandantes o tragada por los pajarillos, no produce ningún fruto; o incluso, siendo malentendida, provocará su rechazo, aun de quienes lo seguían.

 

Este rechazo sin embargo, no es provocado simplemente por la incomprensión, sino por que su enseñanza no coincide con lo que los judíos estaban acostumbrados a escuchar, y sus jefes, a proclamar.

Es inseparable de la autoridad con la que Jesús habla su actitud de libertad, una libertad fascinante, sin duda, pero también desconcertante, que no se ve maniatada por los convencionalismos familiares, sociales e incluso religiosos de la tradición judía. A este respecto, basta recordar el sermón de la montaña, con las contraposiciones que Jesús establece en su mensaje y “lo que se dijo a los antiguos”: ¡Se trata, nada menos, de textos de la Torah, la Ley de Dios!

 

Esta actitud de Jesús manifiesta, más todavía, en su forma de vivir: anda con todo tipo de personas; en ocasiones lo encontramos comiendo en casa de fariseos y doctores de la ley (al menos en dos ocasiones). Sin embargo, lo que causa más escándalo en su predilección por “frecuentar malas compañías”, al grado que se acuñó una expresión ofensiva para designar esta actuación: “comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”: que el evangelista pone en boca de Jesús.

 

De nuevo: quizá estamos demasiado acostumbrados a ver a Jesús “dogmáticamente”, después de dos mil años… ante esta actitud del “galileo marginal”, ¿cómo habríamos reaccionado nosotros? ¿Habríamos creído en él? Sin duda, es fácil criticar a sus enemigos desde nuestra perspectiva; más difícil, sin duda, es ponernos en su lugar…

 

Es innegable, por otra parte, que la autoridad de su lenguaje y lo novedoso de su “praxis” tan nueva y para algunos tan escandalosa, se ven avalados-y en cierta manera contrastados- por las acciones que realiza de parte de Dios: concretamente, los milagros (que el evangelista Juan llama, desde otra perspectiva teológica, “signos”).

 

A este respecto, es muy importante el encuentro de Jesús con los Discípulos de Juan Bautista, quién, desde la cárcel donde se encuentra en continuo peligro de muerte (como de hecho ocurrirá), le manda a preguntar: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?”. Jesús responde haciéndoles ver sus acciones: San Lucas dice que “en aquel momento (Jesús) curó a muchos de sus enfermedades y dolencias y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos”, pero sobre todo subrayando el signo por excelencia de su mesianismo: “Vayan y cuenten a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena nueva” y concluye relacionando estos signos con su predicción y sus acciones desconcertantes: “Dichoso aquel que no halle escándalo en mí”.

 

Esta relación entre sus obras y su más profunda identidad culmina en el evangelio de Juan, precisamente porque Jesús indica la raíz última de esta manera de hablar y de actuar: su carácter filial. “Si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, aunque a mí no me crean, crean por las obras, y así sabrán y reconocerán que el Padre está en mí y yo en el Padre”.  Todo esto viene sintetizado en las Constituciones Salesianas en una frase breve, pero de una gran densidad: “su predilección (de Jesús) en predicar, sanar y salvar, movido por la urgencia del Reino que viene”. 

 

Ante estas obras extraordinarias de Jesús (milagros/signos), la reacción inmediata es, nuevamente, “Quién es este hombre que hasta el viento y el mar le obedecen?”.

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