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Es Jesús mismo quien hace esta pregunta a sus discípulos en un momento decisivo de su ministerio, a partir del cual comienza a anunciarles su pasión y muerte violenta. “Salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino les hizo esta pregunta: ‘¿Quién dicen los hombres que soy yo?’ Ellos le dijeron: ‘Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que alguno de los profetas’. Y él les preguntó: ‘Y ustedes, quién dicen que soy yo?’ Pedro le contesta: ‘Tú eres el Cristo’”. 

La pregunta sobre la identidad de Jesús aparece ante todas las dimensiones del ministerio de Jesús: su palabra, sus acciones, sus milagros, su solidaridad con los pecadores, su pretensión de perdonar las ofensas hechas a Dios: el pecado.

Pero también aparece, de una forma extraordinaria, en los hombres y mujeres con quienes Jesús se encuentra personalmente. 

Jesús se encuentra con todo tipo de personas, y para todos es una persona “muy especial”; comenzando por los niños, que se le acercan para que los acaricie y los bendiga, provocando la extrañeza de los discípulos y el enfado del Señor. A quienes se le acercan esperando recibir la curación de sus enfermedades les concede mucho más: se sienten amados personalmente por Dios, recibiendo no sólo la salud física, sino la salvación. En uno de sus primeros milagros, al presentarle a un paralítico, Jesús, con ternura, le dice: Ánimo, hijo, ten confianza, tus pecados quedan perdonados; a una mujer enferma de muchos años –y sin duda, mayor que él-, le dice igualmente: Ánimo, hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad.

 

Podríamos continuar hablando de su compasión por el pueblo, a quien siente abandonado, “como ovejas sin pastor”, que llega en ocasiones incluso al llanto: ante Jerusalén, pensando en su destrucción o ante la muerte de su amigo Lázaro y el dolor de sus hermanas Marta y María; ante la cerrazón de los jefes del pueblo, siente una mezcla de ira y dolor, y frente a la exigencia de signos por parte de los fariseos, Jesús responde dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser. La ternura con la que se dirige a la viuda de Naim, quien además acaba de sufrir la muerte de su hijo, es conmovedora:

 

El evangelista san Juan es quien presenta con mayor profundidad estos encuentros de Jesús: ya desde el principio, con el despreciativo Natanael, tiene palabras de aprecio (y quizá un poco de ironía), y este breve encuentro determina un cambio radical en quien se sentía un “auténtico israelita”. Más adelante, el diálogo con Nicodemo provocará un “nuevo nacimiento” de parte del fariseo, miembro del sanedrín: desde su visita nocturna (probablemente por miedo a sus colegas), hasta la actitud de valentía ante la muerte de Jesús. La curación de un ciego de nacimiento nos presenta un extraordinario itinerario de fe, que comienza en el don milagroso de la vista física hasta la contemplación del Señor con los ojos de la fe: Creo, Señor. Y postrándose, lo adoró.

 

Sobre todo en el encuentro con las personas que sienten que su vida se ha arruinado, no sólo por el desprecio de los demás, sino fundamentalmente por su alejamiento de Dios por el pecado, Jesús muestra su más profunda compasión, y al mismo tiempo, su más íntima pretensión: ofrecerles el amor y el perdón mismo de Dios, siendo, en la práctica, su “representante”. Con la samaritana, que tenía todos las posibles contraindicaciones, según la mentalidad judía, para que Jesús le dirigiera la palabra, el Señor se muestra con una conmovedora bondad y misericordia, sin ignorar su pasado: sino más bien invitándola a cambiar su vida; tanto, que, olvidándose de su cántaro, “corrió a la ciudad”, y así se convierte en la primera “evangelizadora”: “Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él (Jesús) por las palabras de la mujer”.

 

En el evangelio de Lucas, encontramos otro conmovedor episodio: Jesús, huésped en la casa de un fariseo, recibe el homenaje de amor y gratitud de una pecadora pública, suscitando así el escándalo del “justo” fariseo Simón. Es importante hacer resaltar, contra interpretaciones superficiales o incluso equivocadas, que la raíz de la conversión de esta mujer se encuentra en la fe. Este detalle me parece extraordinario: es la única vez, fuera de los relatos de milagros, en que Jesús dice a una persona: Tu fe te ha salvado. Vete en paz. El encuentro con Jesús ha provocado en esta anónima pecadora la experiencia de fe de sentirse amada y perdonada por Dios, y por ello corresponde con un “amor más grande”, indicando, con ello, lo que ya aparecía en la curación del paralítico: que el perdón de los pecados de parte de Dios es una obra aún más maravillosa que la curación milagrosa de una enfermedad física. ¡Lástima que el fariseo se atrinchere en el cumplimiento de la ley, cerrándose así a la gratuidad del amor de Dios, no sintiéndose “deudor”, y por tanto, sin necesidad del perdón divino!

 

Esto nos recuerda, indudablemente, lo que Joseph Ratzinger llama “quizá la más bella” de las parábolas de Jesús: la parábola de los dos hermanos y el padre bondadoso. El mismo san Lucas nos relata el encuentro de Jesús con el jefe de publicanos de Jericó, Zaqueo: el sentirse llamado por su nombre por parte de Jesús lo hace sentirse amado, en forma totalmente gratuita, por Dios mismo; y esto provoca un cambio tan radical en él, que le podemos aplicar las palabras mismas de Pablo: Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. La escena culmina con las palabras de Jesús: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.

 

No podemos dejar de mencionar el que quizá es el encuentro más hermoso y “escandaloso” de Jesús, aquel de quien dice, con una frase lapidaria, san Agustín: Se encontraron, frente a frente, la gran miseria y la gran misericordia: el encuentro con la mujer adúltera. Es importante hacer notar que, una vez que Jesús ha “limpiado el terreno”, no minimiza el pecado de esta mujer, ni en sí mismo, ni en relación con los demás; no dice, por ejemplo, “¿ya ves? Los demás son más pecadores que tú”; al contrario: sólo entonces es cuando ella toma conciencia de su situación única y personal, ante el inmenso e inmerecido amor de Dios manifestado en Jesús, a quien llama: “Señor”: quien de un momento a otro le ha abierto un camino nuevo y lleno de esperanza, después de que se había visto a las puertas de una muerte ignominiosa: Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.

 

Finalmente, el mismo evangelista nos presenta el encuentro final de Jesús resucitado con Pedro. Jesús no quiere echar en cara al apóstol su vergonzosa traición. Lo que le interesa es ofrecerle su amor, y renovar, una vez más, su fidelidad: Señor, Tú lo sabes todo: Tú sabes que te quiero.

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