La economía prevaleció sobre la ética El desorden creciente que estamos viviendo a nuestro alrededor no es una casualidad.
Ni tampoco es parte de un proceso natural. El desorden es causado por los seres humanos.
En los dos últimos siglos, desde que empezó la modernidad, se desencadenaron fuerzas poderosas que volcaron al ser humano a producir desaforadamente con el fin único de lucrar a como diera lugar.

Se generó así el mito del progreso económico indefinido. La economía prevaleció sobre la ética. La explotación despiadada de cosas y personas ocasionó un maltrato creciente a la casa común: el habitat en que nos movemos.

Se puede tachar de inmoral el consumismo obsesivo que explica el deterioro de los recursos naturales y sus consecuencias en las poblaciones explotadas. El afán desorbitado por el crecimiento económico no ha tenido en cuenta los efectos nocivos consecuentes.

Esta gestión alocada de los recursos naturales deformó la visión del hombre sobre sí mismo. La codicia como motor de crecimiento desembocó en una crisis no solo ecológica, sino también ética, cultural y espiritual.

Como el consumismo desordenado implica usar y tirar, esta mentalidad nociva se traslada también a la visión abusiva sobre el hombre mismo: los seres humanos pueden ser descartables (aborto, explotación, abuso, eutanasia…).

La prioridad dada al consumo ahoga la dimensión espiritual humana. Se opaca la capacidad de contemplación, de gratitud, de alabanza. No importa destruir la belleza de lo creado si con eso se consigue acumular riqueza. No importa expoliar a pueblos enteros, si de por medio va la ganancia.

Es sabido que a la base de todas las guerras hay intereses económicos enormes. De este modo la guerra viene a ser la madre de todas las pobrezas.

El impresionante desarrollo económico de los últimos siglos es acaparado por pequeños grupos que toman las decisiones mundiales. Es el poder de las finanzas.

A los pobres les toca cargar con las pesadas consecuencias de este trastorno mundial.

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