©Janderson Araujo Es claro que hoy la violencia ha aumentado. Una vez los niños jugábamos en la calle; la gente salía a comprar, a trabajar, a pasear; nadie temía un asalto, un secuestro, una extorsión; los almacenes no necesitaban seguridad privada; los pocos guardias con sus uniformes parecían más bien un adorno público.

Ya pasaron aquellos tiempos. Hoy tememos subir al autobús, subimos los vidrios del carro, caminamos de prisa, ponemos barrotes en las tiendas, rodeamos la casa de alambre espigado. Los periódicos reportan hechos de violencia, robos agravados, balaceras en la calle, conflictos entre pandillas, casos de linchamiento, niños sicarios. Entonces la sociedad reacciona; piden que las autoridades hagan algo, que haya más presencia policial, que se restablezca la pena de muerte. Pero los trámites son lentos, los jueces no dan abasto, las cárceles están abarrotadas. ¿Qué hacer?

Algunos, tímidamente, comentan que “hemos perdido los valores”, que “ya no hay respeto”, que “ya no hay temor de Dios”. Y echan la culpa a las “maras”, a las películas de violencia, a la venta de armas, a la indolencia de la autoridad, a la corrupción. ¿Qué hacer?

Es casi seguro que a mediados del siglo XIX (el siglo de Don Bosco) el problema de la violencia no era tan grave. Pero sí la había, había guardias y cárceles, e incluso la pena de la horca. Don Bosco era entonces un joven sacerdote de veintisiete años.

Su mentor, el padre José Cafasso, lo llevó a conocer las cárceles de Turín. Allí encontró cantidad de muchachos: ociosos, tristes, lejos de sus pueblos y de sus familias; con el peligro de volverse más malos de cómo habían entrado. Don Bosco trataba de conquistar su confianza, de hacérselos amigos, de llevarles algún regalito. Y dentro de sí pensaba: “Cuando estos muchachos salgan de la cárcel, ¿qué harán? Harán lo mismo que hacían antes; y los volverán a meter en la cárcel.

Porque ellos no son malos, pero el ambiente, el abandono de la familia, la soledad, los malos amigos… los llevan a la desgracia. Si en cambio, salidos de aquí, encontraran un amigo que los reúna, los oriente, los haga jugar, les enseñe, los ayude a encontrar trabajo…, entonces sí tomarían un buen camino de vida civil y religiosa”. Había que salvar a esos muchachos.

Y es entonces cuando Don Bosco va echando las bases de lo que será su sistema de educación, el “sistema preventivo”: los males no se solucionan aumentando la represión, sino previniendo el mal. Y entonces Don Bosco concibe un plan: el Oratorio.

Los fines de semana los muchachos no pasarán ociosos, en la calle, con “malas juntas”. Encontrarán un ambiente abierto y sano, acogedor y amigable. Podrán jugar a sus anchas y descargar sus energías; aprenderán a cantar y tocar algún instrumento, a declamar y hacer teatro; progresar en sus estudios y aprender algún oficio. Y, sobre todo, tendrán a Don Bosco, que los quiere como un padre, les inculca valores e ideales, los confiesa y les propone un camino de santidad juvenil.

Comentará después Don Bosco: “De ese modo los muchachos se daban a una vida honrada, olvidaban el pasado y resultaban al fin buenos cristianos y dignos ciudadanos”.

Compartir