© Nito103 Los noticieros descargan a diario sobre nosotros una sobredosis de tragedias a escala mundial, nacional o local.

Razón tiene el papa Francisco al afirmar que actualmente se vive una guerra mundial a pedacitos. Es como para desanimarse.

Las guerras-guerras se mantienen vivas. Si concluye una, se enciende otra. Siria es el caso más estrepitoso. Las guerras en África son menos llamativas, pero igual de desastrosas.

Pero hay otros tipos de guerra, tal vez más solapadas. En Centro América tenemos la terrible violencia concentrada en el ya famoso triángulo norte: Honduras, El Salvador y Guatemala. El alto número de muertes por violencia tiene el alcance de una guerra formal.

Hay otras formas de violencia más disimuladas, pero que dañan a millares de víctimas: corrupción política, narcotráfico, trata de personas, abuso de menores, explotación laboral. Estas lacras sociales dejan un reguero de víctimas que con facilidad pasan desapercibidas.

La prepotencia de las grandes multinacionales que manejan la economía mundial con el exclusivo criterio del lucro contribuyen también a sumir en la pobreza a millones de personas, condenadas a sobrevivir con migajas.

La industria bélica está entre las empresas con mayor rendimiento económico mundial. La producción de armamentos más y más sofisticados y costosos necesita mercados y, por consiguiente, guerras que la alimenten.

Hasta los prometedores inventos geniales como internet tienen su lado oscuro. Hackeos, pornografía al alcance de un clic, divulgación de informaciones falsas, bullying: cuántas vidas destrozadas mediante este maravilloso recurso comunicacional.

Caín sigue siendo una realidad. El relato bíblico de Génesis se abre con una promesa de vida rota por una honda infidelidad al Creador: Adán y Eva. Luego la tierra se tiñe de la sangre de Abel. Caín, el asesino de su hermano, simboliza al hombre que se ensaña contra el hombre.

¿Es posible seguir creyendo en la fraternidad y en la paz?

Los cristianos tenemos razones para la esperanza. Dios nos creó como una familia. En nuestro interior radica una chispa indestructible de fraternidad. Estamos llamados a mirar al otro como prójimo. No como una amenaza o como alguien a quien descartar.

Prójimo viene de próximo. Aproximarnos al otro. Tender la mano. Crear lazos de fraternidad. Preocuparnos por quien sufre.

Jesús reabre la esperanza en la fraternidad: “Todos ustedes son hermanos” (Mateo 23,8). Jesús transparenta el amor de Dios Padre a cada uno de los hombres, sus hijos. La experiencia del amor de Dios genera fraternidad que transforma las relaciones humanas mediante la solidaridad y la reciprocidad.

Somos hijos de un mismo Padre. Tenemos la vocación y la tarea de construir un mundo más humano. La paz será posible cuando alcance a todos. Estamos llamados a servir, no a explotar.

Nosotros los discípulos de Jesús alimentamos la vocación de ser constructores de la paz. Dedicados con todas nuestras fuerzas a tejer en nuestro pequeño mundo un entramado de relaciones fraternas. Optimistas irremediables de que el bien triunfa sobre el mal.

“La señal por la que conocerán todos que ustedes son mis discípulos será que se aman unos a otros”, dice Jesús (Juan 13,35).


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