David Paneso Escuchar es un arte. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. Por eso el don de la palabra, especialmente en las relaciones personales, ha de tener su correspondencia en la ‘sabiduría de la escucha’.

Este escuchar habrá de tener como punto de partida el encuentro que constituye una oportunidad de relación humana y humanizadora, vivida en libertad plena, con una mirada respetuosa, llena de compasión, pero que, al mismo tiempo, sane, libere, y aliente a madurar en la vida cristiana.
Cuando se produce así el encuentro con los adolescentes y jóvenes, con nuestros educandos, con las familias de todas las presencias, la escucha significará:

Favorecer la apertura al otro. Una apertura con todo lo que nuestra persona es, puesto que ciertamente oímos con nuestros oídos, pero podemos escuchar con nuestro ojos, mente, corazón, con todo nuestro ser.

Conceder toda la atención a lo que la persona nos comunica, y comprometernos activamente en la comprensión de lo que se desea comunicar, ya que el fundamento de la escucha que ofrecemos es el respeto profundo a la otra persona.

Acompañar comprometidamente en lo que la persona, joven o adulto, busca y espera de sí misma, con verdadera empatía, que es lo contrario de la cortesía fría o formal. Se trata de identificarnos y caminar con la otra persona.

Dejar de lado el propio mundo para acercarse lo más posible al de la otra persona, siendo capaces de acompañar sin interferir.

Escuchar, en definitiva, será ese arte que requiere atención solícita hacia las personas, en sus luchas y fragilidades, en sus gozos, sufrimientos y búsquedas, puesto que no solamente escuchamos algo, sino a alguien. De esta atención solícita están repletos los pasajes evangélicos de encuentros de Jesús con sus gentes.

Esta escucha, cuando tiene que ver con el acompañamiento personal espiritual, trasciende la dimensión psicológica y adquiere una dimensión espiritual y religiosa, puesto que nos lleva por caminos en los que se está a la espera de Alguien.

Y requiere además un cierto silencio interior, que tiene como punto de partida la aceptación de las personas tal como son y en el estado en que se encuentran.

Con nuestra mirada educativa, especialmente hacia los adolescentes y jóvenes, y también hacia sus familias, sabemos que es mucho lo positivo que hay en cada corazón, y es preciso hacer aflorar estas cosas positivas. Por eso escuchar ha de ser, para nosotros, mucho más que oír con paciencia; es intentar que se pueda comprender en toda su profundidad lo que la persona nos dice y por qué lo dice. Es interesarse por lo que, de verdad, importa al otro, a los adolescentes y jóvenes, a sus familias.

Esta escucha ha de llevarnos a comprender bien qué necesitan los jóvenes de hoy, y a veces sus padres, o las personas con quienes nos relacionamos en un ambiente pastoral. En concreto, las más de las veces, los jóvenes, o sus padres, o ambos se acercan no tanto porque busquen un acompañamiento, sino más bien movidos por la necesidad cuando tienen dudas, líos, aprietos y dificultades, conflictos, tensiones, decisiones que tomar, problemas concretos que afrontar.

Y sabemos bien, por nuestra formación como educadores y evangelizadores, que suele ser más común que se acerquen si es uno mismo quien hace algún gesto de acercamiento, de interés por ellos, si se sale al encuentro, si uno se muestra accesible.

Estos mismos jóvenes, hijos de una cultura ‘cientificista’, dominada también por la técnica y su mundo de posibilidades, que forman parte de una generación hiperconectada, también sienten, al menos muchos de ellos, la necesidad de figuras de referencia cercanas, creíbles, coherentes y honestas, así como de lugares y ocasiones en los que poner a prueba la capacidad de relación con los demás, sean adultos o compañeros, y afrontar las dinámicas afectivas. Buscan figuras capaces de expresar sintonía, y ofrecer apoyo, estímulo y ayuda para reconocer los límites, sin hacer pesar el juicio.

Estos encuentros y estas conversaciones fortuitas pueden ser la puerta que se abre para un camino más profundo y de crecimiento... Así sucedió en el encuentro de Jesús con la mujer que, sencillamente, iba a buscar agua al pozo.

“Pese a sus múltiples y graves ocupaciones, Don Bosco estaba siempre dispuesto a recibir en su habitación con corazón de padre a los muchachos que le pedían audiencia particular.

Más aún, quería que lo trataran con familiaridad y no se quejaba nunca de la indiscreción con que a veces le importunaban.

Dejaba a todos plena libertad para preguntar, exponer dificultades, defensas y disculpas.

Los recibía con el mismo respeto con que trataba a los grandes señores.

Los invitaba a sentarse en el sofá mientras él se sentaba ante el escritorio y los escuchaba con la mayor atención, como si lo que le exponían fuera de gran importancia”.

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