Santos somos todos La palabra, santidad, resuena un poco extraña, ‘fuerte’ y desconocida en el lenguaje del mundo contemporáneo. Existen bloqueos culturales o interpretaciones que entienden el camino de santidad como un espiritualismo alienante que evade de la realidad. O como una palabra aplicada a quienes se venera, en imágenes, en los templos.

En cambio, la santidad cristiana, se propone como meta para cada persona en su camino de vida; camino digno de admiración y hasta atrevido. Dios mismo nos quiere santos, y no se espera que nos contentemos con una existencia mediocre, aguada, inconsistente.

La santidad es una llamada para todos, no solo para unos pocos, ya que corresponde al proyecto fundamental de Dios para nosotros. Le pertenece a la gente común, a la gente que llevamos una vida cotidiana ordinaria, hecha de cosas simples, propias de la vida de la gente común.

No se trata de una santidad para unos pocos héroes o para personas excepcionales. Se trata de un modo ordinario de vivir la existencia cristiana ordinaria, una manera de vivir la vida cristiana encarnada en el contexto de hoy con los riesgos, los desafíos y las oportunidades que Dios nos ofrece en el camino de la vida.

La Sagrada Escritura nos invita a ser santos: «sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Una invitación explícita a hacer experiencia y testimoniar la perfección del amor. En efecto, la santidad consiste en la perfección del amor, un amor que en primer lugar se ha hecho carne en Cristo.

San Pablo escribe en la carta a los Efesios, refriéndose al Padre: «Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuéramos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado» (Ef 1,4-6).

Estamos llamados a la santidad, que no es sino una vida plena y lograda, según el proyecto de Dios y en total comunión con Él y con los hermanos.

No es una perfección reservada a unos pocos; es una llamada para todos. Algo infinitamente precioso, lo que no significa algo raro o extraño: es vocación común a todos los creyentes, hermoso ofrecimiento de Dios a cada hombre y a cada mujer.

No es un camino de falsa espiritualidad, que aleja de la plenitud de la vida; es plenitud de la naturaleza humana, perfeccionada por la gracia. La vida en abundancia, como la promete Jesús.

No es una característica que impone uniformidad, que expresa rigidez. Es, por el contrario, respuesta al soplo siempre nuevo del Espíritu, quien crea comunión valorizando las diferencias, puesto que es el Espíritu Santo que se halla en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad en camino.

No es solamente capacidad de rechazar el mal y de adherir al bien; es la actitud constante, disponible y gozosa de vivir bien el bien.
No es una meta que se alcanza en un instante; es un camino progresivo, según la paciencia y la benevolencia de Dios, que interpelan la libertad y el compromiso personal.

Santidad es la vida según las bienaventuranzas para llegar a ser sal y luz del mundo. Es camino de profunda humanización, como lo es toda auténtica experiencia espiritual. Llegar a ser santos no exigirá alejarse de los propios hermanos, sino más bien vivir una vida intensa con decisión y riqueza de humanidad, y una experiencia de comunión en las relaciones con los otros.

«Hacerse santos» es, para un cristiano, el compromiso primero y más urgente

En Dios mismo está la razón de esta posibilidad de un camino de santidad tras las huellas de Cristo. Para el cristiano este camino de santificación es posible gracias al don de Dios en Cristo. En Jesucristo resplandecen juntos el rostro de Dios y el rostro del hombre. En Jesús encontramos al hombre de Galilea y el rostro del Padre: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).

Jesús, Verbo hecho carne, es la palabra plena y definitiva del Padre. A partir de la encarnación la voluntad de Dios se encuentra en la persona de Cristo. Él, en su vida, en sus palabras y en sus silencios, en sus opciones y en sus acciones y, sobre todo, en su pasión, muerte y resurrección, nos muestra cuál es el proyecto de Dios para todo hombre y mujer, cuál es su voluntad y cómo corresponderle.

Para cada uno de nosotros hoy, este proyecto de Dios es la plenitud de la vida cristiana, que se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros y por el grado como, con la gracia del Espíritu Santo, vamos modelando nuestra vida según la de Jesús el Señor. No significa, por tanto, realizar cosas extraordinarias, sino vivir unido al Señor, haciendo nuestras sus actitudes, sus pensamientos y comportamientos. De hecho, comulgar en la Eucaristía significa expresar y testimoniar que queremos hacer nuestro su estilo, su modo de vivir y su misma misión.

 

 

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