Foto de: Jazzikov Una tarea exigente y difícil que Jesús nos propone es perdonar. Instintivamente nos retraemos ante la perspectiva de perdonar a alguien que nos ha hecho daño.
¿Por qué tengo yo que perdonar si soy la víctima? ¿No estará Jesús pidiendo demasiado? ¿No es acaso humillante perdonar? ¿No hago yo el ridículo perdonando al agresor?

El perdón tiene sus escalas. Perdono con más facilidad pequeñas ofensas o a personas comunes y corrientes. Resulta más difícil perdonar a personas cercanas o de gran importancia social. Perdonar a cercanos se complica porque nos lastiman con más frecuencia. Parece que hacemos el papel de tontos perdonando a cada rato. Con los lejanos sale más fácil el perdón, pues los conocemos poco y podemos excusarlos fácilmente. A los cercanos los conozco bien y sus ofensas son más frecuentes. Por eso nos distanciamos más fácilmente de ellos.

El arte de perdonar es aprendido. Una relación dañada entre cercanos tiende a agrietarse, a producir distancias. En el fondo, terminamos por no creerles.

¿Cuántas veces debo perdonar a mi hermano? ¿Siete? Sin duda que la comunidad de discípulos de Jesús era imperfecta. Cuántos roces y rivalidades entre ellos se perciben en el evangelio. Siete veces sonaría a exageración. Pero el perdón evangélico no es asunto de justicia sino de amor. Setenta veces siete: el amor no lleva cuentas.

Es humano enfrentar resistencias a la hora de perdonar. “Si perdono, va a seguir”. “Con perdonar no va a cambiar nada”. “Perdonando hago el papel de tonto”.

Al perdonar, no pierdo nada. El perdón es liberador. Me libera del odio, que es un daño íntimo. Al perdonar, soltamos cargas nocivas, dejamos ir lastres paralizantes.

La convivencia entre humanos naturalmente imperfectos está plagada de roces y heridas. Por eso el perdón es un ejercicio diario: setenta veces siete. Algo así como la higiene del alma. Es el comienzo de una nueva etapa, de una nueva vida.

Estos pasos pueden ayudarnos a ejercitarnos en el arte saludable del perdonar:

Empiezo por mí mismo: identifico la viga en mi ojo antes que la paja en el ojo ajeno. La sicología nos enseña que lo que criticamos del otro es la proyección de nuestro propio defecto.

Un desahogo amargo es estéril. Es una resistencia defensiva que puede agrandar el daño ocasionado por la ofensa recibida.

No empezar acusando. Es preferible el lenguaje asertivo: cómo me afecta a mí la grieta producida por la ofensa. El intento de culpabilizar es estéril.
Orar antes de intervenir. La gracia divina es sanante.

Cultivar la memoria viva de lo que Dios ha hecho por mí, por ti, por nosotros. Así se evita caer en el riesgo de exigir justicia.

Todo cambio en la persona humana requiere tiempo. Se trata de procesos que, una vez comenzados, hay que acompañar en etapas sucesivas.

 

Compartir