UltimaCena cristhian rodriguez “Hagan esto en conmemoración mía”

La referencia fundamental para comprender la Eucaristía es la Última Cena del Señor. Allí nació, y es memorial de ella. Memorial no es simple recuerdo en el pensamiento; sino actualización y prolongación que hace presente y perpetuo y siempre nuevo el acontecimiento celebrado.

 

La Última Cena constituye, en cierto sentido, la síntesis de toda la vida de Jesús, la clave de interpretación de su muerte inminente.

El evangelista Juan coloca en el contexto de la Cena la expresión más alta de la enseñanza de Jesús (el discurso de despedida), el momento más intenso de su diálogo con el Padre (la oración sacerdotal) y la expresión más profunda de su amor para con los Doce (el lavatorio de los pies).

La Cena no es simplemente “uno” de los acontecimientos de la vida de Jesús, sino realmente el acontecimiento “decisivo”, para comprender el sentido de su misión y la interpretación que Él da de su vivir y de su morir.

Cuanto Jesús realiza durante la Cena es el coronamiento de una larga historia. Es la “nueva” alianza entre Dios y la humanidad, que hace realidad cuanto había sido prometido en todas las precedentes. Es una anticipación ritual y una interpretación simbólica de su propia muerte. Es un testamento para su Iglesia.

Jesús, consciente de la pasión que le espera, no huye frente a la reacción violenta que la humanidad opone a la predicación del Reino, sino que la asume y la transforma desde dentro con una sobreabundancia de amor. Consuma así el don de sí mismo, entregándose por nuestra liberación, en la dócil aceptación de la voluntad salvífica del Padre, que el Espíritu le presenta como una invitación y como un mandato de amor.

Es la ofrenda de su vida como don del Padre por la humanidad, que Jesús anticipa e inscribe en el gesto eucarístico. El Cordero que lava nuestras culpas y nos restituye a Dios es el Hijo hecho carne, consustancial con el Padre y partícipe de nuestra humanidad.

No meditaremos y no adoraremos nunca suficientemente el misterio de amor encerrado en este acontecimiento, cuya amplitud nos supera y cuya gratuidad nos confunde.

“Mi cuerpo entregado... mi sangre derramada”

Una de las palabras básicas para comprender cristianamente la Eucaristía, es “sacrificio”. Al hombre contemporáneo, el sacrificio le parece un residuo del pasado, un estorbo inútil no sólo en la vida cotidiana, donde es normal la carrera a las comodidades, sino también en la relación con Dios. No consideramos que valga la pena sacrificarse si no es en vista de una ventaja mayor. Y no comprendemos entonces por qué sacrificar algo a Dios, y tanto menos por qué tenga Dios que sacrificarse por nosotros.

La realidad del sacrificio es parte esencial de la Eucaristía. De hecho, todas las religiones incluyen la idea de sacrificio. Solo que en Cristo el sacrificio tiene un significado más profundo. Lo más grande de su misión fue precisamente ofrecer su Cuerpo en sacrificio por nosotros.

El sacrificio se ha entendido comúnmente como ofrecer algo a Dios para que él nos conceda su favor, su protección. Casi como un “dando y dando”. Como que Dios esté obligado a concedernos lo que pedimos porque nosotros primero le dimos algo.

En el fondo, este tipo de sacrificio supone que Dios nos ama solo si nosotros, con nuestro sacrificio, nos ganamos su amor. Que Dios esté obligado a darnos lo que pedimos porque “pagamos” una misa o nos impusimos una dura penitencia. Así, no interesa la conversión personal, sino que Dios nos saque de apuros.

Entender la participación en la misa como una obligación bajo pena de pecado es desvirtuar su auténtico significado. La misa es el encuentro de la comunidad con un Dios Padre que se alegra de estar entre nosotros. Es la fiesta de quienes nos sentimos amados por él. Es la ocasión de estrechar los lazos entre los hermanos en la fe. No pretendemos conquistar favores de Dios. La eucaristía robustece nuestra capacidad de amar a Dios y a los hermanos.

El sacrificio de Jesús muerto en la cruz no es una derrota, sino la aceptación libre de entregar su vida para salvarnos, porque nos ama tan profundamente que se da totalmente para que tengamos vida abundante. Y la vida que nos da nos libera del egoísmo y del odio. Su donación gratuita expresa el amor de su Padre.

Cuando nosotros celebramos el sacrificio eucarístico, participamos del misterio de la Cruz con el que Cristo nos ha liberado de nuestros miedos de Dios que son la consecuencia de nuestros pecados, nos abrimos gozosamente al encuentro con un Dios que no nos pide nada por amarnos, si no es nuestra disponibilidad para dejarnos amar por Él. Por esto el nombre que define este sacramento es “Eucaristía”, es decir “acción de gracias” al Dios que nos ama gratuitamente.


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