Foto de: Beatabecla Para la fiesta de la Asunción, en el año 1864, fue Don Bosco a predicar el triduo a Montemagno. La población estaba desolada. Hacía tres meses que un cielo plomizo negaba la lluvia a los campos abrasados. Toda la cosecha estaba perdida. Inútilmente se habían hecho rogativas y oraciones.


Don Bosco en su primera plática, dijo al pueblo:
–Si vienen a los sermones de estos tres días, si se reconcilian con Dios por medio de una buena confesión, si todos se preparan, de modo que el día de la fiesta haya realmente una comunión general, les prometo, en nombre de la Virgen, que una lluvia abundante vendrá a refrescar sus campos.

Su ferviente exhortación venció los corazones. En el sermón, él no tenia la intención de hacer una promesa absoluta, sino más bien una exhortación eficaz, apoyado en la bondad de María. Pero, cuando volvió a la sacristía, observó que la gente le miraba maravillada y conmovida. El párroco se le acercó y le dijo:
–¡Bravo! Pero hace falta valor.
– ¿Que valor?
–¡Para anunciar al pueblo que lloverá infaliblemente el día de la fiesta!
–¿Yo he dicho eso?
–Ciertamente, ha dicho esas precisas palabras: en nombre de la Virgen, les prometo que si todos ustedes hacen una buena confesión obtendrán la lluvia
– Pero no; habrá entendido mal; yo no recuerdo haberlo dicho.
–Pregunte a cada uno de los oyentes y verá como todos han oído lo mismo que yo.

En efecto, así había sido, y el pueblo estaba tan persuadido de ello que se dispuso resueltamente a ajustar cuentas de la propia conciencia. No bastaban los confesores para los penitentes. Desde la mañana temprano hasta la noche, los confesionarios estuvieron asediados.

Durante los tres días, Don Bosco siguió predicando. Al ir y venir de la iglesia los aldeanos le preguntaban:
–¿Y la lluvia?
–Quiten el pecado– Respondía Don Bosco

El día de la asunción hubo una comunión general tan numerosa como hacía tiempo no se había visto. Aquella mañana apareció el cielo lo más sereno que nunca. Don Bosco se sentó a comer con el marqués Fassati, pero antes de que los convidados hubieran concluido, se retiró a su habitación. Sufría cierta angustia porque su predicción había producido cierto rumor.

Tocaron las campanas a vísperas. Comenzó el canto de los salmos en la iglesia. Reinaba un calor sofocante. Acabado el magníficat, subió lentamente al púlpito. Una densa muchedumbre, que ocupaba hasta los rincones de la iglesia, clavó los ojos en él. Rezó el avemaría y le pareció que la luz del sol se había oscurecido ligeramente. Comenzó el prefacio, dijo las primeras frases y se oyó el prolongado rumor de un trueno. Un murmullo de alegría corrió por toda la iglesia. Don Bosco suspendió por un instante la plática, víctima de la más viva conmoción.

Se sobrevenían los truenos y una lluvia torrencial y persistente golpeaba contra los cristales. Don Bosco exclamó un himno de acción de gracias a la Virgen. El auditorio lloraba.
M.B. VII,617–619

 

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