Foto: Bpcraddock Había en el grupo de música del Oratorio un relevante maestro organista. Era bueno, pero a veces perdía la cabeza y le costaba obedecer.


Los muchachos que pertenecían a la banda habían contraído gran familiaridad con él y a veces se dejaban guiar por algunas palabras suyas contrarias a la sumisión debida. Se había advertido entre ellos algún acto de indisciplina y Don Bosco estaba en ello.

Durante algunos años se les permitió celebrar la fiesta de santa Cecilia cuando caía en días laborables, con un paseo y una comida campestre en un lugar designado por él mismo. Pero aquel año se prohibió esta diversión. Los músicos no protestaron pero, movidos por algunos de sus jefes con la promesa de obtener el permiso de Don Bosco y también con la esperanza de la impunidad, la mitad de ellos resolvió salir del Oratorio y celebrar una comida algunas semanas antes de la fiesta para que Don Bosco no estuviera prevenido y no pusiera obstáculos.

Así pues, uno de los últimos días de octubre fueron a un mesón cercano. Solo Buzzetti, invitado a última hora, se negó a unirse con los desobedientes e informó de ello a Don Bosco, que los hizo llamar enseguida durante la comida. No solo no acudieron sino que, después de comer, se marcharon a rodar por la ciudad; volvieron a cenar en la misma fonda y regresaron a casa bebidos y avanzada la noche. Después de analizar con calma las cosas, Don Bosco disolvió la banda de música, dio orden a Buzzetti de retirar y guardar los instrumentos y pensar a quiénes convenía entregarlos para que aprendieran y se ejercitaran.

Al día siguiente llamó uno por uno a todos los músicos rebeldes y se lamentó con ellos de que le obligaran a ser severo. Envió unos a su casa y otros a sus bienhechores, recomendando los demás a diversos dueños de talleres.

Uno fue perdonado. Aquella misma noche, cuando ya Don Bosco había terminado de hablar con todos los muchachos, el seminarista Miguel Rua le dijo:
–Don Bosco, si usted me lo permite, yo quisiera defender una causa que me duele mucho. Se trata del alumno Pedro E., que ha sido despedido. Es justo el castigo que se dio a los que no quisieron obedecer. Pero el pobre, inexperto por su edad, se dejó engañar por los compañeros que le aseguraron que tenían permiso de usted. No faltó, por tanto, por malicia a su prohibición. Le pido perdón y gracia en su nombre.

–Pedro E. no debería haber creído en las afirmaciones de los compañeros- dijo Don Bosco-. Había oído claramente la orden que di. Sabía que no acostumbro cambiar de parecer. No vale como disculpa la razón que se aduce. Sin embargo, por ser tú quien intercede por él, suspenderé la orden de enviarlo a su casa. Lo tendremos todavía a prueba por algún tiempo, y ya veremos.

Memorias Biográficas VI,239-241

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