Estatuita de Don Bosco en la casa de GuissepeCuando papá cumplió 25 años como exalumno salesiano, me pidió que lo acompañara a la misa del 31 de enero en el colegio.

No recuerdo cómo le dije que sí, pero estoy seguro que jamás olvidaré haberlo visto tan atento al sacerdote, sentado en la banca como si fuera casa suya, siguiendo cada momento con entera devoción y, lleno de entusiasmo, al terminar la misa, unirse al coro, a todo pulmón, para entonar el himno salesiano. El grito “Don Bosco, Don Bosco, acorde infinito…” me caló profundo. Tanto que no perdí la oportunidad para bromear y decirle que se había emocionado. Él, sonriente y casi proféticamente me dijo: Un día lo vas a entender, patojo.

Yo conocía vagamente a Don Bosco. Tenía su estatuilla brillante en el cuarto, que alumbraba siempre que apagaba la luz y me iba a dormir. Su rostro me era conocido desde pequeño. En la librera un par de biografías que me regaló la abuela me llamaban la atención de vez en cuando. En la parroquia, de tantas anécdotas que compartían los sacerdotes en misa me fui convenciendo que era “un buen tipo”. Entre cuento y cuento, el santo poco a poco me fue convenciendo. Pero nada fue como cuando conocí su pasión por los muchachos. Allí fue cuando me decidí a conocerlo. Conociéndolo, me decidí a imitarlo.

Un par de años después me encontré realizando el noviciado en Guatemala. Entre tantas lecturas ya hechas de biografías, sueños y anécdotas, era un año para conocerlo a través de su corazón en la congregación: las Constituciones. Ese año, 2010, tuvimos la dicha de recibir la visita de sus reliquias. Esa visita dejó una huella profunda en mí. Encontrarlo fue entender que, en mi interior, la duda por la vocación tenía la misma respuesta que una vez diera su alumno Cagliero: “fraile o no fraile, me quedo con Don Bosco”.

La mañana del 18 de diciembre del 2010, hice mi primera profesión como salesiano. Ese sábado, al terminar la misa y el rito de la profesión, volvimos a entonar el himno salesiano. Entre lágrimas discretas y fundidos en un abrazo sincero, le dije a papá: - tenías razón. Con cuánta pasión dijimos juntos el nombre de quien amamos como padre. En definitiva, la mejor herencia que me pudo dar papá.

Entrar en la Congregación, conocer su extensión y el alcance que tiene a tantos muchachos me ha fascinado aún más por Don Bosco. Es increíble la simpatía de que goza en tantos ámbitos: religión, sociedad, pedagogía, cultura, etc. Un sacerdote al que todos le reconocen la humanidad y santidad de su ministerio y la pasión por su misión. Un hombre bajito, modesto, pero de enorme corazón, capaz de entusiasmar a tanta gente en todo el mundo, de enamorar y de despertar en los muchachos la capacidad de soñar, la habilidad por construir su presente y el deseo y el anhelo de conocerlo a Dios.

A Don Bosco lo conocimos en Centroamérica desde hace más de cien años. Lo conocen en los cinco continentes: en las selvas amazónicas y en el frío de la Siberia; en las islas del Caribe y en las islas de la Oceanía; en las grandes universidades europeas y en los barrios marginales de la India. Lo conocen católicos, musulmanes, ateos; escritores, poetas, pedagogos, políticos, etc. Un nombre que sin querer convertirse en una “marca”, se ha vuelto el distintivo de tantos hombres y de tantas mujeres que, en el afán de continuar sus sueños, seguimos identificándonos con su sonrisa y contagiándonos con su alegría.

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